En Traducción de las noches, su espectáculo poético-musical, la actriz y cantante recorre su niñez y los momentos más oscuros de la historia argentina. Zibilia la entrevistó y luego asistió a la función.
Asistimos a la creación de esta nota con un as de trampa bajo la manga, advertidos de las emociones que se pondrán en juego sobre el escenario. Como cuando, como lectores, recorrimos las páginas de Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez para acompañar –a contrarreloj- a Santiago Nasar desde su muerte hasta su causa. Primero tomamos un café con Virginia Innocenti para conocer más sobre su nueva obra, Traducción de las noches, y después acudimos a la función para –sabiendo el detrás de escena- contemplar ese devenir actoral que cada domingo nos hace viajar en el tiempo y a nuestro interior.
Entre lágrimas y risas, el espectáculo propone una revisión de nuestro pasado. Nos desesperamos ante una triste madre que no se permitió ser feliz (¿ser?) por viejos preceptos machistas. Una hija que rió, bailó y cantó por (para) ella, que en sus palabras encontró las respuestas que habían quedado truncas. Que hizo carne la tristeza para convertirla en arte, en amor. Traducción de las noches es una caricia, un reencuentro con uno mismo, una reconciliación con el deber ser y una conmovedora obra que comienza con una niña de nueve años que decide como escape de su realidad contarse cuentos, inventarse mundos, volar con los pies en la tierra.
La puesta en escena es sencilla, sin embargo, poco a poco cada uno de los elementos que parecían esparcidos sin intención por diferentes lugares de la sala toman un rol determinante en el entramado poético, en el tránsito onírico que nos devuelve a nuestra niñez, a la mirada inocente sobre los más atroces hechos familiares, a la importancia de tener una voz interior que permita contarse historias para (re)construirse.
Innocenti nos confiesa lo que la movió a escribir esta obra que narra descarnadamente el tránsito por su infancia y la necesidad de compartir un relato íntimo y familiar.
¿Qué te llevó a escribir poesía a los nueve años?
Imagino que tiene que ver con que a mi mamá le gustaba mucho y admiraba actrices de la escuela española que declamaban. También mis padres eran amantes de la ópera y la música en todos los géneros, tengo tíos y abuelos músicos, escritores. Como era una niña que se estaba criando en un grupo de mayores -tenía mucha diferencia de edad con mis hermanos- supongo que de escuchar. Creo que tiene que ver con un amor muy temprano por la musicalidad de la palabra.
En un recorte de tu obra decís que “echar luz sobre lo trágico siempre salva”…
La poesía para mí es hacer metáfora. Reconstruir y dar la propia mirada sobre lo que el mundo me provoca. Es un acto creativo; estás, con determinados elementos, proponiendo otra realidad.
También participaste de la obra Pizarnik, insólita belleza. ¿Qué te atrae de Alejandra Pizarnik?
Para la obra me convocó Rodrigo Soko, que es el compositor que ha hecho esta música increíble. Cuando nos juntamos por primera vez a trabajar le leí algo del material que estaba seleccionando para Traducción de las noches y me dijo “eso es muy Pizarnik”. Soko compone música para imagen, por eso se fascinó con Pizarnik, porque ella es muy cinematográfica en su manera de narrar. Hay algo que tiene que ver con cierto manejo del lenguaje, cierta ferocidad, esta cosa descarnada que me gusta y así subtitulé mi espectáculo, “ficción biográfica descarnada”.
Aquí sos intérprete, co-directora y guionista. ¿Se escribe distinto?
Sí. De algún modo, mientras estoy escribiendo, estoy haciendo la puesta en escena. Imagino toda la curva dramática y lo que tiene que ver con intensidades. Traducción de las noches está conformado por textos, anécdotas y poemas que me pertenecen y canciones que, salvo “Madre” (que es mía con música de Popi Spatocco) son de autores muy conocidos que sonaban en la época que narro. Está interpretado desde ese lugar anímico.
¿Escribís poesía más allá de tus espectáculos?
La mayoría de los poemas que están incorporados en los espectáculos son poemas que ya había escrito. En “En la luna. Canciones de amor” recitaba dos poemas y uno de ellos está grabado en el disco como track. No es fácil incorporar la poesía en la escucha. No sé por qué tiene tanta mala fama algo que es para mí un elemento de sanación.
Dijiste que la música te sanó, que allí no te permitías hacer cosas que no te llenaran. ¿Tiene alguna relación con tu elección de ésta por sobre la televisión?
Sí, no hay concesiones en la música. Hay algo sacro para mí. Si uno quiere disfrutar de lo que hace tiene que respetarse los tiempos y los procesos creativos. Tiene que ser para crecer, para entender alguna cosita más de este gran misterio que es vivir. Y lo que tiene el teatro, que lo diferencia de la televisión o del cine (que son dos cosas que me encanta hacer, especialmente el cine) es que es un ritual en tiempo presente. Puedo ya no estar en este mundo en el plano carnal y mis películas se pueden seguir viendo y voy a estar eternamente joven o platinada como en Gatica (Leonardo Favio, 1993). Los alquimistas, que somos los músicos, los contadores de historias, los actores proponemos un cuento -hacer un conjuro, una magia- y la gente que viene se suma a esa convocatoria a recibir eso que estamos ofreciendo. Estamos viviendo un clima bastante hostil, entonces hay que volver a tenernos cerca, a tocarnos el corazón. Y yo creo que eso se logra sólo a través de la vibración, de la palabra, de la música, del ir y venir de la energía.
¿Cómo se vive eso siendo la única intérprete?
En escena somos tres (con los músicos Sergio Zabala y Gaspar Tytelman), yo soy la responsable de contar el cuento pero dependo de ellos. Los elegí porque tienen talento, talento para vivir, vincularse, amor por lo que hacen y son mis amigos. Me gusta compartir y hacer música con otros, la escritura ya es muy solitaria.
Y esta obra ya tiene un gran proceso de escritura...
Supongo que sí, porque hay material de todos estos años transcurridos. Entonces me llevó tiempo. El disparador es un texto y después es un proceso que no lo puedo medir en horas de sentarme porque es como un gran rompecabezas que se empieza a amasar vaya a saber en qué momento de mi vida. Son frutos de distintos árboles.
Hablabas de la importancia del teatro en este contexto social, ¿cómo afectó a tu obra?
Hoy en día hay un sistema de (in)comunicación. Hipocresía, bajeza, mentira, crueldad y las peores cosas que los seres humanos podemos generar están sonando en los medios. Entonces, creo que es un acto revolucionario cantar o escribir un poema y decirlo, volver a la oralidad, a lo que calma, lo que sana. Las urgencias de este mundo moderno, que todo el tiempo te está diciendo que necesitás cosas para vivir que en realidad no necesitás, esta invitación al vacío, hay que contrarrestarla con belleza, con contenido.
Decías que en esta obra hay textos de toda tu vida, ¿te diste cuenta de que tenías una obra o para tener una obra buscaste cada poema?
Para tener una obra empecé a buscar. Arranqué con una idea que era narrar a esta niña… el contexto en que ella, para auto-rescatarse, se empezó a contar cuentos. Esta mujer que es hoy, muestra descarnadamente algunos episodios de mucha hostilidad en los que apeló a sus armas y a sus magias que, ahora, de adulta, no ha perdido. “Fui esa niña, y con ese barro del dolor no me quedé anclada, sino que hice obra”.
El recorte biográfico coincide con un periodo muy difícil de nuestra historia, porque va del ‘66 al ‘83. Entonces incluye relatos del periodo de la dictadura y, si bien es un cuento doméstico, en el sentido de que habla del entramado familiar, los horrores familiares hacen metáfora de ese afuera. La devolución que tengo es que es un cuento que se hace universal, más allá del momento histórico y de las edades, todos somos hijos y hemos sido marcados por las palabras y mandatos de nuestros mayores. Lo que de algún modo digo es que si bien esas palabras, eso que nos dicen que somos o que debemos ser, te marca; no te determina. Siempre se puede cambiar, pero hay que tomarse el trabajo.