Esta es una nota sobre la gran obra teatral que el grupo Piel de Lava acaba de estrenar en el Teatro Sarmiento, como último eslabón de una retrospectiva de su trabajo. Esta es una nota sobre Petróleo. Pero para llegar allí, primero déjenme cavar un poco. Abrir un pozo en otro lado.
Un pequeño rodeo psi
A poco de morir, Sigmund Freud, en el párrafo final de Análisis terminable e Interminable, declara que habiendo con el paciente “atravesado todos los estratos psicológicos”, se llega a una zona irreductible -la "roca de base” la llama él- donde la anatomía es la que ordena: los hombres pelean para ver quien tiene el mando más alto y las mujeres reclaman ese mando que no tienen. Es que todos esos “estratos psicológicos” estarían moldeados por la experiencia infantil de descubrir en la propia anatomía la falta o la posesión de un pene, y arribar al complejo de castración: para los varoncitos el constante miedo a perder; para las chicas, el destino de haber nacido irreversiblemente en falta.
El malestar ante la castración conduce directo a la desautorización femenina. Es preciso conservar o conseguir el falo para alcanzar la satisfacción de la autoridad, de la autonomía. Freud considera en ese mismo párrafo que así debe ser, porque, a fin de cuentas, para lo psíquico, lo biológico tiene el papel de un “basamento rocoso subyacente” que aparece como un limite al análisis. La desautorización de la feminidad sería el resultado de ese hecho biológico: la forma anatómica que ligamos al nacer.
Hasta ahí leyeron durante mucho tiempo este párrafo las teóricas feministas, para levantar sus críticas al padre del psicoanálisis y renegar del lugar que, por la contingencia de nacer sin pene, les quedaba determinado a ciertos sujetos: el de la falta, el del reclamo eterno por poseer lo imposible. El lugar femenino, la desautorización. Se le reclamó, en cierta forma, haber devuelto ese mismo deseo que él había sabido liberar, a la “roca de base” de la anatomía.
Personalmente, siempre tuve la sensación de que, en esa lectura, se le hacía sin embargo a Freud una injusticia; que se le hacía una injusticia a eso que él inauguraba con el discurso analítico: la posibilidad de escarbar, de ir cada vez más profundo en la piedra, de atravesar los basamentos rocosos de la vieja anatomía, y perforar, con el trabajo del lenguaje, hasta llegar al petróleo. La injusticia, creo, está en no haber podido leer la última oración de ese último párrafo sin protestar, sin enojarse. En esa oración, Freud dice que encuentra consuelo y seguridad en haber al menos ofrecido a cada quien en el análisis, la invitación a reexaminar y cambiar la actitud frente ese factor desautorizante. Casi como si escarbar y vencer la piedra dura de la anatomía, vencer esa resistencia, fuera lograr por fin, arribar a eso más allá del núcleo rocoso, llegar a ese petróleo.
Porque es otra experiencia, distinta de la anatómica, la que el análisis propone. Es la experiencia que atraviesa la roca con lenguaje, o incluso, que con lenguaje la ablanda, la hace lava, la experiencia que vuelve maleable la carne a través de la palabra y supera toda determinación anatómica: la experiencia del cuerpo. Mera carne muerta sin lenguaje, el cuerpo vivo y parlante, no es ni más ni menos que la piedra de toque de la antigua y querida experiencia teatral.
Cuatro cuerpos
En Petróleo hay cuatro cuerpos sobre el escenario. En tanto se debaten entre una anatomía y la encarnación imaginaria de un personaje, podemos decir que no son ni hombres ni mujeres. O, en todo caso, son cuatro personajes masculinos montados sobre cuatro actrices: Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes. Así se llaman las integrantes de la “banda de teatro” Piel de Lava, que llevan casi dos décadas de amistad e intenso trabajo conjunto.
Sobre el escenario hay cuatro personajes masculinos: obreros de una base petrolera, cumplen turnos 14x7. Catorce días de trabajo y convivencia en un tráiler alrededor del pozo y siete días de descanso. Esta es la primera noche de 14 y un nuevo compañero se incorpora al equipo. Hay que conocerlo y dejarse conocer. Y encontrarse con que, como un buen Dioniso extranjero, trae en su bolso un tesoro de placer femenino y en su cabeza ideas de revuelta.
La obra se va en abrir esta caja de Pandora de placer y revuelta, en descubrir qué pasa de un lado y del otro de esas cajas-tráiler que se arrastran por el escenario, y ver los anversos y reversos de lo que implica, sobre un cuerpo blando como la lava, la construcción de un género.
Ahí radica la sensibilidad más profunda del trabajo -delicado, sagaz, lleno humor y ternura- que muestra todos los avatares de dolor que se atraviesan para alcanzar la masculinidad con sus poderes de obediencia espartana, pero también, toda la liberación sensual y placentera, la revuelta por el cuidado de sí, que puede brindar, como bálsamo y empuje, un pequeño lote de feminidad, apretujado en un bolso.
Finalmente, es el teatro el que permite articular un cuerpo y nos ayuda a pensar qué hay más allá de la anatomía y de su sólida autoridad, una autoridad que, en la escena final, ya no importa. Porque en la escena final, lo único que importa es el hueco abierto en la roca dura, donde podemos bajar a buscar abrigo, o desde el que, quizá, la felicidad suba de un momento a otro, igual que el petróleo, esa antigua materia rica y motorizante, que sólo puede hacerse con los cuerpos.
Pero nada de esto que digo tiene sentido antes de haber atravesado la experiencia de ver la obra. Tan necesaria en una época en que la mera protesta y el reclamo parecen ser el pobre y último límite alcanzado. Sin embargo, atravesando ese límite, las Piel de Lava tienen el coraje de seguir cavando en la roca, más allá, hasta llegar al petróleo.