Existe un inclusivo circuito de milongas queer en Buenos Aires. Zibilia envió a un cronista que se empapó de la energía del tango y del baile universal en dos de ellas: La Furiosa, de Villa Crespo, y El Despelote, en el centro porteño.
Es sábado, son las 9 de la noche. El centro porteño hormiguea de gente que entra y sale de librerías, pizzerías, teatros y disquerías bajo las luces de Avenida Corrientes. Yo me interno en el subte B, frente al Obelisco rumbo a Villa Crespo.
Estoy yendo por primera vez a una milonga queer. Ya había leído y escuchado bastante teoría sobre este tipo de movidas y sobre la reapropiación queer de las dinámicas y los roles del tango, pero verlas en práctica era distinto.
La primera cita es con La Furiosa Milonga, un evento semanal organizado por Liliana Furió, Analía Goldberg y Amancay Sal. Los sábados 20.30 hay clases de tango y a las 22, la milonga.
El lugar, desde afuera, no se diferencia de los locales que lo rodean: dos ventanas y una puerta sin luz ni señalamientos visibles (al menos a esa hora no se aprecian) pero la puerta está presta a abrirse. Cuando sucede, me encuentro con un pasillo cálidamente iluminado, construido por una pared a la derecha y una cortina suave de terciopelo a la izquierda. La música de piano y bandoneón inunda el ambiente. Agradezco que el afuera me haya recibido sin ningún tipo de pista de lo que iba a encontrar adentro.
Le pago al chico de la entrada y elijo una mesa al fondo del local, cerca de la barra. Desde ahí voy a tener una mejor visión de todo, pienso. Mientras me acerco a mi lugar descubro, a mi izquierda, la pista de baile y unas cinco o seis parejas bailando el tan esperado tango. Se mueven lento y sensual, en círculo, como girando alrededor de un centro imaginario.
Me recuerda a una escena del musical Evita, donde la gente baila un tango triste mientras llora la muerte de Eva Perón. Las luces son tenues y cálidas. Las paredes son altas y de ladrillos a la vista. La música lo llena todo pero al volumen justo como para poder tener una conversación. Luego de un rato me acerco a la barra y me atiende un chico de manera muy amistosa. La carta tiene precios accesibles y además de la típica empanada y vino, venden guiso de lentejas. De todas maneras pido una pizza napolitana, que cuando llega a la mesa huele muy bien y es muy rica.
Para mi sorpresa, el tango se toma un pequeño descanso de vez en cuando y suenan otros estilos musicales: un merengue con “Suavemente” de Elvis Crespo, “Candela” de Buena Vista Social Club, un sorpresivo rock & roll se presenta con “Rock around the Clock” de Bill Haley and His Comets… incluso el cumbión “Corazón valiente” de Gilda tiene su momento de gloria. Las parejas bailan estas canciones con la misma pasión que bailan el estilo musical que usualmente las convoca a la pista.
Como al principio, pero distinto
Mientras la noche se desenvuelve empiezo a prestar atención a la gente. Hay personas de todas las edades e identidades. Es divertido y refrescante ver lo que ya había leído sobre las milongas queer: las parejas que bailan no están sólo conformadas, como en las milongas tradicionales, por un hombre y una mujer sino que el género acá no importa realmente.
Es sabido que el tango, en su origen, era bailado por parejas de hombres. Sin embargo, esto no respondía a reglas disidentes, sino lo opuesto: el tango surgió en contextos socioculturales predominantemente masculinos y el contacto entre un hombre y una mujer en una danza de la naturaleza de este estilo estaba prohibido culturalmente. Recién a principios del siglo XX el tango se populariza en Europa, donde surge bailado por una pareja de hombre y mujer, que es la imagen clásica que pervive en la memoria colectiva.
Este origen no es, de todas maneras, lo que ordena las parejas no tradicionales en la pista de esta milonga. Acá dos hombres o dos mujeres se unen en el baile porque éste es un espacio que por mucho tiempo, dadas las normas tradicionales de nuestra sociedad, les fue negado. Y bailar pegaditos y pegaditas al ritmo de “Isla de Capri” de Roberto Ray y Osvaldo Fresedo o “Niebla de Riachuelo” de Enrique Cadícamo es una de las tantas maneras que tienen de resignificar y rehabitar esta tradición que siempre fue nuestra.
De repente, veo que un chico se acerca a una de las dos pibas que están sentadas en una mesa junto a la mía. Entiendo que estoy presenciando un típico momento milonguero: la invitación. “¿Querés bailar?” le dice, y ella asiente. No veo su cara porque está de espaldas, pero creo que sonríe como yo sonreiría si la propuesta me la hicieran a mí. La pareja se pierde entre las personas que pueblan la pista mientras suena “Cada vez que me recuerdes” de Ástor Piazzolla y de vez en cuando veo sus cabezas girando frente a frente mientras pienso si yo, que nunca bailé casi nada, podría aceptar una propuesta y ponerle el cuerpo a la milonga.
Esto me hace pensar en que realmente no importa si uno es hetero, o queer, o lo que sea. La tradición está, los rituales están, incluso los roles en el baile… pero lo humano, el cuerpo, puede ocupar cualquier espacio en este mundo. Incluso veo que las parejas del mismo sexo que bailan no son (o no necesitan ser) homosexuales, sino que son simplemente dos personas que adoptan un rol de baile para disfrutar del placer de milonguear. La Furiosa, con su propuesta, trasciende esos límites de géneros y roles.
Hacia el final de la noche toma el escenario la banda que cierra la milonga, como todos los sábados. El ambiente se renueva con la música del piano (tocado por Analía Goldberg, una de las organizadoras), el contrabajo, el bandoneón y el violín. La pista se empieza a ocupar de nuevo. Esta vez no hay sólo parejas, sino que también alguna que otra trieja. A esta altura de la noche, ver personas tan cerca una de la otra tiene un efecto distinto en mí, que me pregunto: ¿es éste un espacio donde se resignifica el contacto, la unión y la cercanía de los cuerpos que danzan?
La banda sigue tocando y la milonga aflora: la media luz, la música, el murmullo de la conversación, la asistencia en pleno baile… La escena que se despliega ante quien la mira no tiene nada que envidiarle a ninguna película. Siento que estoy contemplando el espíritu de la milonga. Cuando vuelvo a salir a la calle, al finalizar la velada, pienso que me hubiera gustado que alguien me invite a bailar un tango. ¿Será que en la siguiente milonga se me da?
Despelote de lunes
La segunda cita es con El Despelote Tango, un espacio que se originó hace casi cuatro años y es organizado por Edgardo Fernández Sesma, maestro de tango, y Esteban Mioni, bailarín. Los lunes a las 21.30 dan una clase y luego de las 22.30 se abre la pista para quien quiera bailar. Esta milonga se hace en La Paz Arriba, centro cultural en pleno centro porteño.
Una puerta abierta, seguida de una escalera pintada de colores cálidos, me llevan al primer piso y apenas pongo un pie adentro ya escucho tango. Las paredes están colmadas de una variedad de pósters coloridos con mensajes. Afiches de esas típicas publicidades vintage conviven con frases de la artivista trans Susy Shock y la poeta Gabriela Yocco. Un conjunto de mesas de billar hacen de reposo a decenas de libros entre los cuales crónicas y prosas tangueras se codean con Interlunio de Girondo y antologías de cuentos de Guy de Maupassant. Es un lugar que interpela en muchos aspectos.
Elijo una mesa, esta vez un poco más cerca del lugar de acción. Comienzo mi observación de cronista, con libreta en mano. La pista está repleta. Hay dos varones que se mueven de par en par, dando instrucciones y orientando las posiciones y los pasos de quienes bailan. Al igual que en la anterior milonga, las edades son variadas y las parejas también. Parece que llegué temprano y la clase recién está terminando. Observo con gracia, por una de las ventanas que da a la esquina, que un mozo del bar de la vereda de enfrente baila en solitario, en clara imitación de lo que sucede en la pista.
Cuando me acercan la carta me encuentro con una gran variedad comidas “al paso” del tipo sándwiches, pizzas, empanadas y picadas, estas últimas con opciones veganas. Las opciones de bebidas son bien variadas. Los precios están muy bien.
La esquina del local tiene un gran ventanal rodeado de lucecitas desde el que se ven el cruce de Avenida Corrientes y Montevideo y los clásicos de esta esquina: Banchero, Farándula, El Palacio de la Papa Frita. Como estamos en un primer piso, la vista de las parejas milongueando con este fondo, en combinación con la música y las luces que se reflejan en las superficies lustrosas del suelo y el mobiliario, es casi mágica. Ese espíritu de la milonga que sentí la vez anterior está presente otra vez acá. Vuelvo a tener ganas de bailar un tango, o al menos intentarlo, pero no hay chances.
La noche avanza. Mientras observo el baile comienzo a pensar, como la vez anterior, en cómo incide la identidad en el tango. “Con las milongas tradicionales las diferencias son enormes porque las clases que damos son inclusivas y no están ajustadas al género binario” me dice Edgardo, cuando charlamos y le pregunto qué diferencia al Despelote de otras milongas, copa de vino de por medio. “De movida enseñamos los dos roles y la pista está abierta para que baile quien quiera, con quien quiera y como quiera”.
Para venir a una milonga queer no es necesario serlo, porque no es un espacio exclusivo. Lo que sí se necesita, sin embargo, es estar dispuesto o dispuesta a abrazar esta diversidad. Edgardo me cuenta, también, que el lenguaje que usan en las clases es inclusivo: como alternativa a la manera de nombrar los roles en el tango como “rol de hombre” y “rol de mujer”, se empezó a hablar del rol de conductor o conductora y de conducido o conducida. Es decir, las milongas queer no rompen ninguna tradición, sino que las enriquecen, las amplían.
Con esto en mente, me pongo a observar más de cerca a la gente. Descubro que varias personas se van desabrigando en pleno baile. Yo mismo, hace unos minutos, me había sacado la camperita que tenía puesta porque estaba acalorado. Hay calor humano. Es el calor de los cuerpos en movimiento.
De repente, el tango se interrumpe y comienza una tanda de folklore. La dinámica es distinta y los roles de baile siguen siendo indiferentes. La gente canta la chacarera “Aves de libertad” mientras forman dos filas enfrentadas, aplauden y zapatean o zarandean a gusto. Personas que había estado sentadas toda la velada ahora bailan hasta que la tanda termina.
“Bailar es el cuerpo pensando”, me dice Pablo, uno de los muchos asistentes habituales del Despelote, mientras charlamos sobre la filosofía del baile y del tango específicamente. Entiendo esto cuando veo que muchas personas bailan con los ojos cerrados y le siguen el ritmo a su compañero de baile a la perfección.
“Última Tanda” anuncia Edgardo, y se levanta a bailar con una de sus estudiantes. Y, entonces, sucede. Esteban me invita a bailar. Dejo la libreta sobre la mesa y unos segundos después ya estamos entre las parejas en la pista, caminando, de a poco. Es lindo y raro bailar tan pegado a alguien. Experimento en persona lo que estuve viendo toda la noche: el contacto, el movimiento, el cuidado de quien conduce. Estoy un poco agitado pero extremadamente contento, porque Esteban es un partener paciente y dedicado. Cuando termina la canción me quedo quieto (¿Qué se hace ahora? ¿Una reverencia, un aplauso?). Esteban me mira y le doy un abrazo. Vuelvo a la mesa sonriendo.
Estas experiencias en La Furiosa y El Despelote me dieron la noción de lo importantes que son estos espacios (y también otros similares como La Marshall y Milonga El Tortazo, entre otros), que ofrecen una alternativa amigable y disidente, no excluyente, rescatando lo político y re-significativo que implican.
Una vez terminada la milonga, ya en la calle fresca, todavía siento aquel calor. Calor humano. De camino al Metrobús vuelvo a estar en el mismo punto donde empezó mi romance con las milongas queer: el Obelisco. En la cabeza me hierven ideas, conceptos, imágenes. “No me voy a quedar con las ganas”, me digo. Ya son casi las 2 AM, es tarde, pero mañana a primera hora me voy a inscribir a una clase de tango.