Si alguien preguntara cuál es el director más importante del cine norteamericano en los últimos cincuenta años, seguramente se armaría flor de discusión: algunos dirían que Steven Spielberg, otros señalarían Clint Eastwood, unos cuantos hablarían de Martin Scorsese, Woody Allen o Francis Ford Coppola. Si la pregunta se orientara al cine argentino, aparecerían en el debate nombres como Juan José Campanella, Damián Szifrón, Pablo Trapero o Fabián Bielinsky, todos palmo a palmo. Ojo, no hablamos de calidad sino de popularidad, penetración en la memoria del espectador y, principalmente, influencia, que son elementos mucho más medibles, pero igualmente discutibles. Sin embargo, cuando hablamos de la producción cinematográfica de España prácticamente no hay discusión. Todos estaremos de acuerdo de que el director más importante e influyente, incluso para sus detractores, es Pedro Almodóvar.

A tal punto que es uno de los pocos realizadores en el mundo que ha logrado que su apellido se haya convertido en un adjetivo: hay rasgos estéticos -el uso de colores chillones, personajes extrovertidos o retorcidos, la interacción entre el melodrama y la comedia desatada- que, con el paso del tiempo, se han identificado con lo “almodovariano”. Almodóvar es uno de los pocos realizadores con un universo propio e inconfundible, sustentado en una filmografía donde lo artístico se entrecruza con lo personal.

Nacido el 25 de septiembre de 1949 en Calzada de Calatrava, una pequeña localidad de Castilla, Pedro creció en una familia de empresarios vitivinícolas donde había una importante presencia de mujeres. Ya a temprana edad empezaría a aficionarse al cine y una formación entre religiosa y femenina tendría una influencia decisiva en su obra artística.

A los dieciocho años, Pedro se mudó a Madrid, pero no pudo matricularse en la Escuela de Cine, que acababa de ser cerrada. Fue pasando por diversos empleos hasta que logró un puesto de ordenanza en Telefónica, el cual conservó durante doce años. Al mismo tiempo, se metió de lleno en la llamada “movida madrileña”, siendo integrante del grupo teatral Los Goliardos (donde conoció a Carmen Maura, una de sus actrices fetiches) y del dúo de punk-glam rock paródico Almodóvar & McNamara.

También escribió la novela corta Fuego en las entrañas, la fotonovela porno Toda tuya, relatos en periódicos y cómics de carácter contracultural. Todo lo anterior fue quizás una preparación para su ansiado debut en el cine en 1980 con el largometraje Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, protagonizado por Maura, el cual realizó con apenas 500 mil pesetas prestadas por sus amigos. Ese pequeño retrato de una época madrileña donde se buscaban romper todos los estereotipos posibles no tuvo un gran éxito, aunque ya insinuaba un estilo propio, bastante desfachatado. Pedro seguiría experimentando con Laberinto de pasiones (1982, con Imanol Arias y Cecilia Roth) y Entre tinieblas (1983), pinturas de una España convulsionada tras la salida del franquismo.

Su primer suceso llegaría con ¿Qué hecho yo para merecer esto? (1984), donde su mirada de la feminidad en crisis empezaría a conectar con un público mucho más amplio, sin por eso abandonar los bordes sociales. Pero ese momento inicial de su filmografía se cerraría con un fracaso: la perturbadora Matador (1985), que fue bastante incomprendida en el momento de su estreno.

Sin embargo, ese mismo año, junto a su hermano Agustín, Pedro fundaría la compañía productora El Deseo, a través de la cual se financiarían todas las siguientes películas del realizador y también las de otros directores. A partir de ahí, comenzaría otra etapa en su filmografía, de un mayor perfeccionamiento formal, con La ley del deseo (1987), que tendría un interesante recorrido por festivales y salas comerciales. Pero la gran explosión en la taquilla vendría con Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), que fue la película española más exitosa del año, obtuvo el Goya la mejor película y hasta fue nominada al Oscar como mejor film extranjero. Un tren bala femenino, concebido por un cineasta que ya dominaba las herramientas formales y que demostraba una llamativa capacidad para pensar otras mentalidades y a la vez expresar una subjetividad inconfundible.

Luego vendrían ¡Átame! (1989, última película de Antonio Banderas en España antes de su salto a Hollywood), Tacones lejanos (1991, ganadora del Premio César a la mejor película extranjera) y Kika (1993). Esta última, una apuesta bastante delirante y sin el mismo éxito que sus predecesoras, cerraría una puerta y abriría otra. Es que lo “almodovariano” como identidad y marca de fábrica ya estaba consolidado, pero Pedro deseaba explorar otros caminos. Ese rumbo sería íntimo y social a la vez, con resultados dispares, aunque casi siempre interesantes. Primero con La flor de mi secreto (1995), un drama reposado, sensible y pausado, con una espléndida Marisa Paredes. Luego por Carne trémula (1997), que es casi un policial, en el que el realizador se atreve a explorar la mentalidad masculina y sus fragilidades, y en donde trata de volver a pensar lo que supuso el fin del franquismo.

Y después con Todo sobre mi madre (1999), que supuso su consagración definitiva aunque posiblemente en el peor sentido. Es que estamos ante un drama materno-filial con bajadas políticas y sociológicas de trazo grueso, pensadas para gustar a ese Hollywood biempensante que solo quiere oír lo que le resulta cómodo. A Pedro, más Almodóvar que nunca acá, tocar las teclas adecuadas le dio sus frutos: el tan ansiado Oscar, además del Goya, el César, el BAFTA y el premio al mejor director en el Festival de Cannes.

El nuevo milenio arrancó con una película que en muchos aspectos es la antítesis de su predecesora: Hable con ella (2002) es un film repleto de atrevimiento a pesar de su sutileza, que elude expectativas y es de una gran sensibilidad a pesar de tocar temas que darían para la sentencia fácil. Su honestidad no impidió que fuera aclamado, a tal punto que Pedro se llevó el Oscar al mejor guión original. Pero esta etapa social se cerró con otra película sentenciosa como La mala educación (2004), en la que Pedro quiere mirar a su infancia y ajustar cuentas con la religión con una impostación discursiva que daña al relato y sus protagonistas.

Quizás lo de La mala educación fue un ensayo para lo que venía o un ritual cinematográfico que Pedro necesitaba para seguir definitivamente adelante y comenzar a pensarse como un autor veterano, que ya no tiene que probarle a nadie lo que puede hacer. Pedro ya empieza a pensar su propio cine, a releerse, no solo desde lo biográfico, sino también desde lo artístico y cultural. Es entonces que entrega Volver (2006), un drama familiar con una Penélope Cruz en estado de gracia; Los abrazos rotos (2009), un meta-relato dominado por la fatalidad; y La piel que habito (2011), un thriller cautivante y opresivo con un Banderas siniestro. La fallida Los amantes pasajeros (2013) no dejó de ser una vuelta nostálgica a su comicidad de la década del ochenta, quizás para descubrir que ya no es el joven de antes.

En los años siguientes, Pedro se mantuvo serio e introspectivo, pero también maduro y consistente, incluso sabio. Por eso Julieta (2016) es una historia repleta de giros y autoconsciencia, pero que nunca confunde o abruma; mientras que Dolor y gloria (2019), en vez de ser un relato ombliguista, se revela como honesto, clásico y conmovedor. Sin embargo, Madres paralelas (2021) ha introducido dudas sobre si Pedro quiere volver a ser ese ALMODÓVAR -así, con mayúsculas, con pretensión de importancia- que quiere mostrarse como alguien que puede decirnos cosas complejas, cuando en verdad está cayendo en el simplismo.

Son los riesgos de la vejez, de saberse consagrado, de que el ego se lleve puesto a un cineasta inconfundible que a veces puede confundirse consigo mismo. Pedro ha construido lo “almodovariano” desde la espontaneidad, desde la honestidad brutal, chillona y colorinche, pero nunca impostada o fingida. Cuando quiere ser algo o alguien más, darnos lecciones o hacer gestos ampulosos, es cuando trastabilla. Con La habitación de al lado, su primer largometraje en Estados Unidos, se tira otra vez a la pileta (esta vez de la mano de Tilda Swinton y Julianne Moore) y no sabemos si habrá agua. ¿Se afianzará la declamación o retornará la solidez narrativa y estética? Con Pedro nunca se sabe, pero ese es parte del atractivo de su cine, de lo “almodovariano”.