El cine animado ha tenido a lo largo de la historia algunos nombres decisivos que no pueden eludirse. Podemos hablar de figuras como Walt Disney (capaz de asociar su nombre a un estudio, una marca y una forma de entender el mundo), Chuck Jones (uno de los grandes artífices de los Looney Tunes) y John Lasseter (socio fundador y líder creativo de la etapa más rica de Pixar). Pero bajo ningún punto de vista podemos olvidar de Hayao Miyazaki, un cineasta de influencia decisiva y cuya obra es valorada en todo el mundo, alcanzando impensados niveles de masividad, solo equiparables a autores como Christopher Nolan, Quentin Tarantino o Steven Spielberg. La diferencia es que el epicentro de su producción no está en Hollywood, sino en Japón.
Nacido en Bunkyō, un barrio residencial de Tokio, en 1941, Miyazaki era hijo de un ingeniero aeronáutico y perteneciente a una familia acomodada, que debió huir debido a un bombardeo antes de que él cumpliera apenas cuatro años. Ya cuando comenzaba la escuela primaria, su madre contrajo tuberculosis espinal, enfermedad que la mantuvo postrada durante un largo tiempo. Esa infancia compleja, repleta de contratiempos y hechos traumáticos, operó como un disparador notable en su creatividad posterior, expresándose por diversas vías en su filmografía. Incluso se podría pensar que durante toda su carrera estuvo contando su propia historia desde lo íntimo, afectivo y familiar.
Aficionado a la historieta, pero sin capacidad innata para dibujar, Miyazaki estudio ciencias políticas, economía y hasta se afilió al Partido Socialista de Japón. La herencia paterna igualmente estaba presente en sus deseos: quería diseñar máquinas voladoras, por lo que se obligó a aprender dibujo. Ese aprendizaje, sumado a sus gustos previos, lo llevaron en los sesenta a conseguir trabajo en la compañía de animación Toei. Allí conoció a Isao Takahata, que se convertiría en su socio y amigo. Acumularía diversos trabajos, como la serie Heidi -creada por Takahata en 1974, donde participó como director, diseñador de fondos y personajes-, que exhibía un tono poético e inusual para la época y que anticipaba lo que vendría después.
Desde finales de los setenta, tras fundar junto a Takahata su propio estudio, Ghibli, Miyazaki delinearía una carrera repleta de grandes hitos y de gran influencia tanto en Oriente como en Occidente. Buena parte de la explicación para que esto haya sucedido está en la capacidad del realizador para hallar puentes temáticos, genéricos y formales entre culturas, alimentándose de toda clase de elementos para construir relatos de gran universalidad. También su habilidad para diseñar personajes plagados de ambigüedades, que pueden ser antagonistas entre sí, pero que no por eso representan visiones absolutistas sobre el Bien o el Mal. Principalmente su persistente humanismo e idealismo, la creencia que destilan sus narraciones del potencial positivo de la humanidad y de que el mundo encuentre vías de crecimiento virtuoso desde el amor y la comprensión mutua.
Aprovechando el retorno triunfal de Miyazaki al cine tras un retiro de casi diez años con "El chico y la garza", repasamos lo mejor de su filmografía.
El castillo de Cagliostro (1979)
La ópera prima de Miyazaki es el único largo que no realizó para Ghibli y pertenece a la exitosa serie animada Lupin III. Aunque posee la dosis de acción y aventuras habituales que rodean al nieto de Arsenio Lupin, se adentra en superficies míticas y fantásticas. Y si bien no fue un éxito inmediato, ganó popularidad tras varios reestrenos, que permitieron que el público descubriera sus méritos: una mezcla de estilos visuales y referencias genéricas de gran potencia.
El castillo en el cielo (1986)
Este film sigue las aventuras de dos jóvenes que intentan evitar que una piedra mágica caiga en manos de unos agentes militares, lo cual no deja de ser un planteo sumamente simple. Pero Miyazaki le imprime al relato un esplendor audiovisual notable e hipnótico, que sirve para abordar algunos de sus temas favoritos, como por ejemplo la guerra por un poder que puede ser letal, destruye la paz y la armonía. Una película repleta de pasión y que ya deja ver a un realizador con una asombrosa imaginación.
Mi vecino Totoro (1988)
Esta es la primera obra maestra de Miyazaki, que prueba como lo “japonés” puede tener resonancias universales. Hablamos de la historia de dos niñas que aguardan en el campo a su madre, que está hospitalizada, y a las que se les aparece Totoro, un amable oso/perro, tiene componentes relacionados con la espiritualidad nipona. Pero la historia va mucho más allá, reflexionando sobre el contacto entre la naturaleza y el ser humano; el miedo a la pérdida y el crecimiento; el poder de la imaginación y del afecto mutuo. Con ambición y a la vez sobriedad, Miyazaki entregó un film que tuvo un impacto mayúsculo en su país, a tal punto que Totoro se convirtió en la mascota de Ghibli y en un personaje de notable popularidad entre niños.
El delivery de Kiki (1989)
En un mundo donde las brujas existen, una joven de trece años debe cumplir con la tradición que indica que a esa edad debe abandonar la casa de sus padres y buscar una ciudad donde se requieran sus servicios, para permanecer allí durante un año. Para la protagonista comenzará un camino de aprendizaje que la llevará a convertirse en bruja, en un viaje literal e íntimo. Miyazaki nos permite acompañar el proceso de deslumbramiento y fascinación que atraviesa Kiki, con una naturalidad y fluidez en el retrato de un universo con reglas propias que evidencia una confianza absoluta en las imágenes.
La princesa Mononoke (1997)
Primer gran éxito mundial de Miyazaki, esta película está ambientada en el Japón del período Muromachi, alrededor del Siglo XIV. El relato se centra en la lucha entre los guardianes sobrenaturales de un bosque y los humanos que destrozan sus recursos, observada por un joven de nombre Ashitaka, quien es herido por un jabalí y debe salir en busca del dios Ciervo, el único que puede salvarlo. En ese periplo, intentará detener la guerra a toda costa. Esta es la obra más ecologista del realizador, donde se permite criticar la excesiva industrialización y el machismo.
El viaje de Chihiro (2001)
Durante casi dos décadas, esta fue la película más taquillera del cine japonés y cosechó más de 260 millones de dólares en todo el mundo, además de llevarse el Oscar al mejor film animado. Tanto los laureles como su éxito están justificados: Miyazaki consigue fusionar en gran forma la mirada oriental con temas y planteos occidentales, sin perder esencia, originalidad y honestidad. El argumento tiene componentes de Alicia en el País de las Maravillas, pero también una espiritualidad japonesa, con un conflicto para su protagonista que evidencia su paso de la niñez a la adultez. Todo en un contexto donde la maravilla audiovisual es la regla dominante.
El increíble castillo vagabundo (2004)
Basada en la novela homónima de Diana Wynne Jones, esta película estuvo influenciada por la fuerte oposición de Miyazaki a la invasión de Irak por parte de Estados Unidos en el 2003. Ambientada en un reino ficticio en el cual están presentes tanto la magia como la tecnología del siglo XX, no es tanto una crítica al desarrollo industrial, sino a la deshumanización que puede acarrear cuando no hay respeto por el ambiente. Es también, un llamado inequívoco al pacifismo, a la necesidad de entendimiento y comprensión entre las personas, a tomar nota de los riesgos de autodestrucción que conlleva el belicismo permanente.
Se levanta el viento (2013)
Este film supuso en su momento la despedida del cine por parte de Miyazaki, además de un homenaje implícito a su padre, ese ingeniero que inspiró su creatividad. Es su película más adulta, que narra la vida de Jirō Horikoshi, el hombre que diseñó el avión de combate Zero, que fue usado en el ataque a Pearl Harbor durante la Segunda Guerra Mundial. El realizador indaga en cómo la pasión de Horikoshi por volar fue avasallada por el conflicto y la vocación militarista de su país. De esta manera, configura un relato ambicioso y provocador, que no le teme a la polémica -de hecho, generó descontento tanto en los partidos de izquierda como de derecha de su país-, y que ofrece su habitual esplendor visual.