Vivimos la experiencia microteatro, un formato para ver obras de 15 minutos, en 15 metros con hasta 20 personas, en Buenos Aires. En esta crónica te contamos cómo es y reseñamos cuatro de las propuestas que podés ver hasta fin de año: La repitente, Rompecabezas, Germán de Dinamarca y Cuentas claras.
Microteatro, como su nombre lo indica, es un ciclo de obras cortas. Esta experiencia puede generar en el espectador dos cosas: o se engancha y el tiempo le pasa volando, o no termina de entrar en el código y agradece la brevedad de la pieza.
Estas opciones se ven potenciadas por el hecho de que uno ve más de una obra y entonces las comparaciones son inevitables. A continuación, la crónica de una aventura teatral.
El ciclo Microteatro surgió en el 2009, impulsado por un grupo de artistas, en la ciudad de Madrid y al poco tiempo se extendió a lo largo del mundo. En el 2017 llegó a Buenos Aires para instalarse en Palermo, en un espacio que cuenta con 6 salas pequeñas y un bar.
La propuesta consiste en obras de 15 minutos –en torno a diferentes ejes temáticos- en un espacio de 15 metros cuadrados con no más de 20 espectadores.
A simple vista puede parecer solamente una propuesta diferente en cuanto a la duración de las obras pero, lo cierto, es que es mucho más. Es una experiencia que interpela al espectador ya sea desde la exigencia de que se mueva –subir para ver una obra, bajar al finalizar y volver a subir para ver otra- hasta la incomodidad que genera el espacio reducido de las salas en las que prácticamente los actores deben esquivar al público mientras actúan. Además, uno se suele cruzar con la misma gente en las diferentes funciones y se genera cierta confianza y hasta una charla.
Ya el hecho de planear qué obras ver es todo un desafío: armar el rompecabezas con los diferentes horarios, que queden entre medio mínimo 30 minutos y, sobre todo, elegir entre las 6 obras de cada sesión (de las cuales, las que no pertenecen a la sesión central no están todos los días).
Esta peripecia se enmarca y se completa con una propuesta gastronómica. Arriba están las salas y abajo un hermoso y amplio bar en el que se puede comer rico y tomar algo mientras uno espera. Y, por altoparlante se van anunciando los comienzos de las funciones, cada 5 minutos, lo que nos recuerda a un aeropuerto o a una terminal de micros.
Es cierto, no a todos les gusta este happening posmoderno en el que el espectador se mueve, las piezas son breves, hay ruido y, en muchos casos, vemos el detrás de escena de una obra cuando estamos entrando a otra. Casi nada queda del tradicional rito de “ir a ver una obra de teatro”.
Pero, sin duda, hay que aplaudir las nuevas propuestas, en este caso en materia de teatro. Sobre todo porque renuevan y ofrecen otra alternativa que convive con la modalidad convencional.
Que haya para todos los gustos.
Aquí, algunas “microcríticas” de las obras que vimos:
La repitente
Un instituto de clases de apoyo es el escenario de esta historia que derrocha ternura. Una maestra infalible y una alumna que está a punto de volver a repetir emprenden una aventura entre los contenidos de las materias que, además, las convertirá en amigas.
Ambientada en los 90, la puesta en escena no cae en exageraciones ni en chistes fáciles. Por el contrario, las actrices transitan las situaciones con total naturalidad y no podemos dejar de reconocer a una típica maestra y a una alumna adolescente. La risa y la emoción que nos genera la pieza surge de una trama bien construida que, por más que sea breve y sencilla, no deja de ser muy disfrutable.
Rompecabezas
Las historias entre vecinos siempre son un terreno fértil para lo absurdo y Rompecabezas no es la excepción. Una vecina obsesionada convoca a sus vecinos. A partir de ahí, el grupo se ve envuelto en un desafío obligado que tendrá un final trágico.
Las actuaciones -a tono con lo ridículo de la historia- son caricaturescas y exageradas, y la caracterización de los personajes extravagante y artificial.
Si bien el final nos sorprende, la trama se agota al poco tiempo, igual que los recursos cómicos. Sin duda una obra a la que le viene bien el formato breve.
Germán de Dinamarca
¿Quién dijo que el vestuario de una canchita de fútbol no es un espacio propicio para representar Hamlet? ¿Y quién dijo que todos los actores tienen que estar vivos? Germán tenía un sueño y sus amigos lo ayudarán a cumplirlo a toda costa. El olor a átomo desinflamante inunda el espacio, los espectadores ubicados en semicírculo somos el público de la obra y, a la vez, el de la obra dentro de la obra. Una parodia a una de las piezas más clásicas de la historia del teatro que, como tal, se adapta y adquiere nuevos sentidos en los contextos más diversos. Si uno conoce Hamlet, no dejará de sorprenderse por esta versión comprimida y futbolera. Y si uno no la tiene tan presente, no por eso dejará de reírse y disfrutar esta delirante adaptación.
Cuentas claras
Una mesa con dos copas de vino. Una mujer que espera nerviosa, manda audios sin parar a una amiga, anda de acá de para allá. Claro, seguramente tiene una cita romántica y está ansiosa. Al poco tiempo llega él, contento. Su tranquilidad emocionada contrasta claramente con el acelere de ella. Pero algo no anda bien o, por lo menos, ambos no están en sintonía, no solo por la diferencia de ritmos. A medida que avanza la acción se nos descubre una historia en la que nada es lo que parece.
La escena está prácticamente vacía, salvo por la mesa y un cuadro -al estilo Warhol- que hace juego con el vestido de ella. La trama es vertiginosa, con diálogos acelerados, verdades descubiertas y un final inesperado. Los actores realizan con talento un contrapunto sumamente disfrutable sin el cual la obra no sería la misma. El espectador despierta de la ilusión con los aplausos finales. Una obra de la que, sin duda, nos gustaría ver más.