
Luchas internas y externas. Símbolos, historia y humor. El cuerpo como medio de expresión, fuerza que da vida a una multiplicidad de voces y escenarios, paisajes por los que crece el ardor. Ese fuego que exige atención y la lleva hacia lo olvidado o lo dado por sentado. Es El Ardor de Marcelo D'Andrea; unipersonal que se presenta todos los domingos a las 18 hs en El Camarín de las Musas.
A partir de un punto de partida bastante sencillo: un mecánico que mientras trabaja en el motor de un auto importado en su taller, empieza a sufrir dolores y espasmos provocados por el almuerzo —un locro— que ingirió horas atrás. Este hecho, da lugar a lo inimaginable: un pantallazo de la historia nacional y nuestra geografía, una clase de anatomía, un viaje que presenta tragedias y rupturas en donde la violencia política y las desigualdades no faltan. También se filtran anhelos de búsqueda, poder y conquista. Una obra de introspección en donde los signos lo son todo. El locro como bastión de la argentinidad que hace lio en el cuerpo. Genera dolor, agresión y angustias; a la vez que convoca la revisión de momentos pasados y deseos sobre futuros posibles. Locro como fuente del ardor que crece y vuelve y vuelve.

En un tono coloquial, la obra juega con un metabolismo nacional y genera risa. El humor funciona como guía que lleva a la reflexión y lo ridículo para luego dar paso a la parodia.
Desde que ingresamos a la sala se nos obliga a observar, presenciar eso que ya está sucediendo; se nos coloca en situación. Nos encontramos con un espacio delimitado que se plantea, en un primer momento, como un taller mecánico. Aun así, a medida que avanza la pieza dramática, este muta gracias a la increíble interpretación de D'Andrea. Con un guion imparable y por momentos confuso, es a partir de una completa entrega corporal y una versatilidad desafiante que el protagonista logra dar vida —no solo a una polifonía social—, sino a distintos espacios: un colectivo, la llanura de las pampas y la húmeda selva mesopotámica. El movimiento y sus posibilidades suelen ser temas de interés para Ricardo Holcer, director de El ardor. Así como el tratamiento de lo histórico y social.
La repetición es una de las claves de la pieza. Es cíclica. El malestar generado por el locro toma diferentes entidades, mas siempre es un retorno de la crisis. Somos consumidos por el fuego. A su vez, todas las escenas terminan con la siguiente secuencia: chispas, explosión, cortocircuito, oscuridad, grito y acción —recordemos que el protagonista es un mecánico luchando con arreglar un motor extranjero que le es ajeno—. Es en esa oscuridad fugaz donde se oculta la capacidad del receto. Las ganas eternas de intentarlo de nuevo.

La pieza, como una incisiva radiografía nos lleva a preguntarnos por ese cortocircuito permanente en el que se desarrolla nuestra existencia y nuestro accionar en él. ¿Será que somos protagonistas activos de nuestra propia revolución o simplemente nos dejamos llevar? Lo interesante es que esto sucede sin que la obra explique; porque no lo hace, el entendimiento no actúa como conductor. “Le tengo alergia a lo explícito, lo explicativo. En lo cotidiano convergen una cantidad de líneas que no tienen nada de extraordinarias, pero que son complejas. El mecánico está en su tarea cotidiana, pero como todo en nuestras vidas lo que aparece es una multiplicidad”, afirmaba Holcer en una conversación con María Daniela Yaccar.
Con varios reconocimientos nacionales e internacionales encima, esta receta mestiza, menjunje de naturaleza y cultura, aborda un universo discursivo particular en pos de la reflexión. La historia puede ser un manjar y una pesadilla.