El 5 de septiembre se estrena en cines Beetlejuice Beetlejuice, la esperada y largamente gestada, secuela de uno de los films más emblemáticos de Tim Burton. Para matizar la espera, Warner Bros. Pictures ha programado para el 1 de agosto el segundo reestreno en salas (ya se había relanzado en el 2018, por el 30° aniversario) del clásico de 1988. En ZIBILIA te contamos la historia detrás de la realización de Beetlejuice, además de su impacto en el público a lo largo de las generaciones y su influencia en el cine fantástico de los años posteriores.
A principios de los ochenta y con menos de treinta años de edad, Burton ya se las había arreglado para constituirse en una especie de niño terrible en Hollywood. Todo un freak cuando era joven y fanático de las películas del estudio Hammer Productions, Ray Harryhausen y Roger Corman, además de considerar a Vincent Price como "su héroe", comenzó a trabajar como aprendiz en Disney en 1981. El joven realizador había sido contratado justo en un momento en el cual el estudio estaba en crisis y supo aprovechar la libertad creativa que le otorgaron…mientras duró. Es que en 1984 estrenó el que era su segundo cortometraje, Frankenweenie, inspirado en Frankenstein, que fue muy elogiado y hasta obtuvo una nominación para los Premios Saturn. Sin embargo, Disney lo terminó despidiendo, ya que consideró que el contenido del corto era "demasiado terrorífico para sus audiencias más jóvenes". Llamativamente, Frankenweenie terminaría comercializándose una década después, aprovechando la consolidación de la fama de Burton, y hasta sería adaptado por el mismo director a un largometraje en el 2012.
Ser despedido por Disney hubiera sido el fin de la carrera para muchos, pero no para Burton: para él terminó siendo una oportunidad. Ya había llamado la atención de muchas personas en Hollywood, entre ellas, Paul Reubens, que le ofreció dirigirlo en la versión cinematográfica de Pee-wee Herman, su popular personaje conocido gracias a sus espectáculos para HBO. Burton aceptó la oferta y La gran aventura de Pee-wee (1985) resultó un pequeño gran éxito: con un presupuesto de apenas 7 millones de dólares, terminó recaudando más de 40 millones. Inmediatamente, le empezaron a llegar toda clase de guiones, pero ninguno le gustaba, hasta que leyó un guión original escrito por Michael McDowell, del cual adoró su premisa, por lo que rápidamente firmó para hacerse cargo del proyecto.
La historia en sí ya era bastante retorcida, centrándose en una pareja de fantasmas que, acosados por una familia insoportable que se ha instalado en su casa, contratan a un espíritu maligno para que los expulse. En el proyecto, titulado Beetlejuice, Burton vio el terreno perfecto para empezar a plasmar un mundo definitivamente propio. Uno donde confluyeran las vertientes creativas a las que tenía como referencia -y que formaban parte de un pasado glorioso construido principalmente en la década del sesenta- y una mirada distintiva, que apuntara hacia el futuro. Si el cine fantástico de los ochenta -desde ET hasta Volver al futuro, pasando por Gremlins- era esencialmente nostálgico, Burton miraba hacia atrás, pero también se proponía crear algo nuevo, que sacudiera las estructuras existentes.
Claro que el proceso de producción no fue lineal y enfrentó algunas dificultades. Para empezar, tomó mucho tiempo convencer a los miembros del elenco de que firmaran para unirse al proyecto. Es que todos pensaban que el guión era muy raro, y convengamos que algo de razón tenían. Geena Davis fue la única que se comprometió de inmediato, pero Michael Keaton, Winona Ryder, Catherine O´Hara y Sylvia Sidney dijeron que no por lo menos una vez. El caso de Keaton fue particular, porque requirió inicialmente que el productor David Geffen persuadiera al representante de Keaton de que a su vez persuadiera a Keaton de tener una reunión con Burton. En ese encuentro, el cineasta le describió el personaje de Beetlejuice como alguien que “había vivido en todas las épocas y en ninguna”. Esa frase convenció al actor de aceptar el protagónico, al que caracterizó con un peinado francamente shockeante, un maquillaje mohoso y dientes extra grandes, y al que le imprimió un nivel de sobreactuación casi irrepetible.
Otro problema, bastante llamativo, estuvo vinculado al título del film. El estudio Warner Bros. Pictures no estaba conforme con Beetlejuice y pensaba llamarlo House Ghosts (algo así como “Fantasmas de la casa” o “Fantasmas hogareños”). En broma, Burton sugirió Scared sheetless (expresión equivalente a “Cagado en las patas”) y, para su horror, los ejecutivos consideraron usarlo. Por suerte, se mantuvo el título original, al igual que un presupuesto muy acotado (solo se destinó un millón de dólares a los efectos visuales), otro inconveniente que el realizador usó a su favor, imprimiendo una estética muy emparentada con la Clase B. Y, a su vez, un espíritu muy Clase B: uno donde no había miedo a los parámetros establecidos por la corrección política, que no temía coquetear con lo que podía considerarse grosero, ofensivo o repulsivo.
Ya metido de lleno en los esquemas de producción mainstream, a pesar de encabezar una producción pequeña, Burton se animaba con Beetlejuice a plantear una comedia fantástica donde la locura era la nueva racionalidad y en el que las capas contraculturales pasaban a ser dominantes. Teníamos entonces un relato en el que la muerte era una especie de institución burocrática que contemplaba con algo de sorpresa y algo de asco al mundo de los vivos, evidenciando de esta forma el horror existencial en el que vivía buena parte de la sociedad. Lo hacía con un tono caótico y a la vez amable: Beetlejuice, a su manera, no dejaba de ser una película casi “familiar”, capaz de impactar -de forma inesperada, por cierto- en grandes y chicos por igual.
Ese impacto se dio por diferentes vías, que muchas veces interactuaban: estábamos ante un film muy cómico, pero también muy incómodo, como su icónico personaje principal. Quizás podría pensarse a Beetlejuice, a ese ser inclasificable repudiado por vivos y muertos por igual, como una especie de alter ego de Burton, un cineasta que se resistía a ser encasillado en un lugar predecible y seguro. Lo suyo -su “comodidad”, por decirlo de algún modo- era, precisamente, incomodar, molestar, sacudir a los espectadores y, a la vez, al sistema hollywoodense. Era el marginal pugnando por convertirse en el centro, pero sin abandonar su esencia anti-sistema. La respuesta de la industria frente a esto terminaría siendo otra clasificación: nacería el término “burtoniano” como una marca de fábrica, una especie de fórmula mágica que muchos otros tratarían de replicar, sin mucho éxito.
Ese rebelde nato que era Burton, con el paso de los años, iría cediendo frente a esa clasificación que agrupaba estereotipos, entregando lo “burtoniano” que el campo cultural (productores y espectadores) esperaba. Con el tiempo, entraría en una especie de repetición estilística, aburguesándose un poco y perdiendo la vitalidad rupturista de sus comienzos. Pero bueno, no deja de ser entendible, y más si tenemos en cuenta que, a cambio, tuvo como mínimo una década y media de enorme productividad y creatividad, que se extendería por lo menos hasta La leyenda del jinete sin cabeza (1999).
Después, surgirían otros chispazos de lucidez y atrevimiento, como Charlie y la fábrica de chocolate (2005) o la mencionada Frankenweenie (2012), que alternarían con películas más convencionales -Big eyes (2012), Miss Peregrine y los niños peculiares (2016)- y otras definitivamente fallidas, como Alicia en el País de las Maravillas (2010) o Dumbo (2019).
Pero fue con Beetlejuice y su fulminante éxito -la película adquirió un carácter casi icónico y tiene secuencias emblemáticas, como la hilvanada alrededor de la canción Banana Boat (Day-O), de Harry Belafonte- que comenzó todo. Allí se pueden apreciar las bases del estilo del director: lo real como expresión de lo fantástico, las búsquedas expresivas góticas, los personajes marcados por la melancolía y la pérdida, la aceptación de la otredad.
En su imaginario ya estaban la oscuridad de Batman (1989) y Batman vuelve (1992) o la crítica ácida al materialismo de El joven manos de tijera (1990). Burton nos tiraba por la cabeza un montón de ideas sobre lo bello y lo terrible. Ojalá que Beetlejuice Beetlejuice sea, en ese sentido, una vuelta a las fuentes.