Aprovechamos que se estrenó Rocketman, la biopic sobre Elton John, para recorrer este género cinematográfico tan antiguo como el cine, que en los últimos años ha resurgido con potencia inusitada. Deportistas, políticos y sobre todo, músicos, son los preferidos.
El cine, prácticamente desde sus comienzos, fue tomando relatos y formatos narrativos de diferentes fuentes, como la literatura o el teatro, pero también de esa novela interminable y apasionante que es la Historia. Dentro de ese último espectro, las biografías sobre individuos reales terminaron conformando una especie de sub-género aparte, aunque casi nunca puro, que es el biopic. A lo largo del tiempo, ha tenido sus altibajos pero, a diferencia de otros géneros como el western, supo mantener una gran vigencia, a tal punto que en los últimos años no para de acumular producciones.
¿Pero qué es lo que fascina tanto de los biopics? No hay una respuesta única o segura, pero podemos intentar algunas aproximaciones. Empezando por el lado de los artistas, el abordar ciertas vidas emblemáticas suele representar –al menos para el statu quo- una buena forma de probar el talento propio, especialmente desde el lado de los actores. Por ejemplo, la mayoría de los actores y actrices ganadores del Oscar en la última década, lo han obtenido por interpretaciones de personajes reales, con los que suelen fundirse por completo, incluso hasta extremos un tanto insólitos: ahí lo tenemos, por ejemplo, a Matthew McConaughey, quien perdió más de 20 kilos para encarnar a Ron Woodroff en Dallas Buyers Club, o Jamie Foxx construyendo una representación casi mimética de Ray Charles en Ray.
Pero, si consideramos al público, la cuestión se pone un poco más compleja y hasta elusiva, aunque posiblemente la respuesta pase por la necesidad de entender cómo sintieron, vivieron y pensaron esos sujetos que parecen más grandes que la vida pero que nunca dejaron de ser humanos. El cine, con su casi ilimitada capacidad para crear mundos propios, funciona como un puente para comprender y captar lo real desde lo ficcional, para hacer propio lo que de otra manera sería lejano. Es una herramienta para recortar las partes de hechos y personas que se apartaron de la media, dándoles un sentido tangible que, paradójicamente, refuerza lo legendario.
Todos –narradores y espectadores- corremos el riesgo de creer que la leyenda cinematográfica es igual a la realidad y esa chance se acrecienta cuanto más difusos son los eventos que se cuentan. Nos imaginamos a Espartaco con el físico de Kirk Douglas, a Lawrence de Arabia con el rostro de Peter O´Toole o al General Patton con el vozarrón de George C. Scott. El cine pronto tomó consciencia de esto y por eso, los biopics aprendieron rápidamente a convivir con distintas capas de sentido.
Ya en 1927, el Napoleón de Abel Gance era no solo una biografía sobre el militar y emperador francés, sino también una demostración de lo que podían lograr las vanguardias en la pantalla grande. En 1941, Orson Welles ponía al género tras bambalinas con El ciudadano, que era un biopic encubierto del empresario de medios William Randolph Hearst, que a su vez reflexionaba sobre los distintos puntos de vista sobre una misma persona y los hechos de su vida que quedaban ocultos.
Podríamos seguir con un extenso recorrido década por década, pero nos quedamos con algunos ejemplos más recientes de apropiación de figuras emblemáticas y sus historias: Si Ed Wood (Tim Burton, 1994) es un homenaje a un tipo de cine que ya no existe; Muhammad Ali (Michael Mann, 2001) recorta años decisivos de uno de los mejores boxeadores de todos los tiempos para una reivindicación de la ética deportiva y el sentido de pertenencia a una raza; mientras que Invictus (Clint Eastwood, 2009) y Lincoln (Steven Spielberg, 2012) evocan hechos e individuos del pasado como instrumentos para leer el presente.
Si vamos por el lado del cine argentino, tenemos una cierta tendencia ir para el lado de los relatos lineales, casi enciclopédicos, que sustentan lo que se podría llamar una “historia oficial”, que aborda a próceres como Sarmiento, en Su mejor alumno, 1944, de Lucas Demare, o San Martín, en El Santo de la Espada, 1970, de Leopoldo Torre Nilsson, y recientemente, a cantantes populares como Gilda, no me arrepiento de este amor y El Potro, lo mejor del amor.
Quizás el film que mejor supo escapar a esta linealidad sin abandonar el relato de una vida fue Gatica, el Mono (1993) de Leonardo Favio, que funciona como una gran metáfora individual de los vaivenes de las clases populares argentinas y el legado del primer peronismo. El año pasado, una película como El Ángel, centrada en el asesino serial Carlos Robledo Puch, supo también apartarse de la media con una narración que no temía ir por lugares incómodos relacionados con la sexualidad y la violencia de una época.
El boom actual enlaza prestigio y popularidad: el caso de éxito más flamante es el de Bohemian Rhapsody, una película fuertemente celebratoria de la magnética personalidad de Freddie Mercury y el fenómeno de Queen, que recaudó más de 500 millones de dólares en todo el mundo y le valió un Oscar a Rami Malek. A esa explosión se sumó la televisión, con producciones como Luis Miguel: la serie, que se construye a sí misma como una telenovela musical, aunque apuntando a lo emotivo antes que a lo irónico.
En este contexto se estrena una película como Rocketman, sobre Elton John, quien produce y respalda un proyecto casi catárquico sobre su propia vida. El film dirigido por Dexter Fletcher tiene, es cierto, un desarrollo cronológico, partiendo de la infancia del cantante, atravesando sus años más exitosos y sus peores momentos, para llegar a un presente de reconstrucción, en un clásico cuento de ascenso, caída y redención.
Sin embargo, consigue incorporar tonalidades propias del musical y hasta de un manual de autoayuda, pero con plena autoconsciencia, lo que convierte a la narración en una montaña rusa por momentos un tanto apabullante. Lo que vemos es básicamente a Elton (con el rostro de un estupendo Taron Egerton en el protagónico) diciéndonos “esto es lo que soy, tómalo o déjalo” e invitándonos a vivir su vida. De eso se tratan los biopics: de vivir –por distintas vías audiovisuales- las vidas de otros.