Hacía décadas que el músico argentino era admirador y discípulo del maestro ruso. En 1958, tuvo la oportunidad de conocerlo en Nueva York y de hablar con él. Conocé la historia completa, que se inicia años antes del nacimiento de Astor, en esta nota.
París, 1913. Concierto
Estaba la jovencísima Victoria Ocampo sentada en primera fila el día aquel de fines de mayo de 1913, en el Teatro de los campos Elíseos, cuando Igor Stravinski estrenó su obra más famosa: La Consagración de la Primavera.
La gran compañía de ballet ruso de Serguei Diáguilev había contratado hacía ya un par de años al joven y desconocido Igor para que compusiera la música de sus presentaciones y, ya en 1910, había hecho vibrar los escenarios con El pájaro de fuego y Petrushka. Pero esta nueva obra era demasiado, incluso para París.
Con una coreografía del controversial Nijinsky, La consagración de la Primavera se subtitulaba “Imágenes de Rusia Pagana en dos partes” y rompía con los relatos folclóricos románticos, representando en su danza un ritual campesino primitivo de fertilidad, en el que una jovencita era elegida para bailar, en sacrificio, hasta la muerte.
Pero no sólo el relato del ballet era disruptivo, el quiebre se daba, sobre todo, a nivel formal: por un lado, estaban los movimientos revulsivos y violentos de la coreografía, que se cerraban sobre los cuerpos, en lugar de abrirse, como tradicionalmente se hacía en el ballet y, por otro lado, sobre todo, irrumpía la disonancia musical. Una obra llena de experimentos tonales, rupturas melódicas y rítmicas, con acentos enrarecidos y una orquestación extravagante.
En sus apuntes de viaje, la joven Victoria anotó no saber qué le atrajo tanto de ese “galimatías de notas con ritmo brutal de cataclismo”. Pero algo sin dudas le atraía, porque acudió a todas las funciones que fueron el “tumulto de La Consagración de la Primavera” -así lo llamó- en las que el estupor, la sorpresa y la indignación ante una obra tan escandalosa, convivieron con el reconocimiento, en una mezcla alborotada de silbatinas, aplausos, insultos, vivas y butacas rotas. Victoria Ocampo, tras presenciar el caos de aquel estreno y ver un joven Stravinski pálido y asustado sobre el escenario, compró la partitura y se la llevó a su cuarto de hotel, para poder estudiarla.
Con el tiempo, y a pesar de ser una obra compuesta y pensada para la danza, La Consagración de la Primavera se volvió famosa como pieza musical y fue el modelo para los nuevos modos de orquestación durante todo el siglo XX. Muchos años después, en 1936, la Ocampo recibió en Buenos Aires a un ya consagrado Stravinski, que visitaba por primera vez Latinoamérica. Ella lo nombraba como “mi primer gran amor moderno”.
Buenos Aires, 1939. Café
No era Victoria la única enamorada de Stravinski, a la vera del Río de la Plata. Acodado en las mesas del café Germinal, en la Av. Corrientes, un Piazzolla todavía adolescente, escuchaba devoto las presentaciones de la orquesta de Aníbal Troilo, aprendiéndose las piezas de memoria, ávido de que le llegara el turno de mostrar su habilidad al bandoneón. Traía entre las ropas la partitura de una obra revulsiva que su maestro, Alberto Ginastera, le había hecho conocer: La Consagración de la Primavera. Esa obra, se había convertido para él en una guía. Ya con un pie en cada mundo -el del tango popular y el de la música clásica- y la cabeza en el jazz aquel de su infancia en Nueva York, aquel Piazzolla en cierne todavía ignoraba su propia capacidad para originar controversias.
En aquel café, admiró a Troilo en silencio hasta que tuvo su chance de debut, supliendo a un bandoneonista, y luego, como arreglador de la orquesta. La relación con Troilo era tirante: de cien notas que el joven Astor escribía, se dice que Pichuco le borraba setenta. El director necesitaba conservar las cosas como estaban: mantener la música atada a la rítmica de las pistas. Pero por debajo del corazón de Piazzolla latía, revulsiva, la partitura de Stravinski.
Piazzolla pensaba en un tango para ser escuchado, no bailado, y La Consagración de la Primavera -que ya se había distanciado tanto de su origen dancístico- empujaba con su forma disruptiva las ideas musicales que, gracias a Piazzolla, cambiarían más tarde la concepción del tango argentino, incluso, en la danza.
Nueva York, 1958. Cóctel
Piazzolla dejó atrás a Troilo, viajó a París donde tomó clases de composición y, de vuelta en Buenos Aires, formó un Quinteto y un Octeto. Ejecutando con estas agrupaciones sus composiciones y arreglos, logró, por rupturista “encender la mecha de un escándalo nacional”. Nacía eso que más tarde dio en llamar “música de Buenos Aires”. En el 58, disolvió todo y se fue a grabar a Nueva York.
Por ese año fue que la señora Victoria Ocampo, viajó a la misma ciudad para promocionar el Festival de Cine de Mar del Plata y fue recibida por la embajada con un cóctel muy fancy, que reunía a las celebridades internacionales del arte de aquellos años. El diplomático Albino Gómez era el joven encargado de organizar el evento y recibir a la figura tan plantada de Victoria que, además, había invitado a pasar con ella la semana a un viejo amigo que, por entonces, residía en California con su esposa: Igor Stravinski.
Albino, que tenía con Piazzolla un vínculo muy cercano, entendió que era el momento para propiciar un encuentro caro al corazón del bandoneonista. Antes del evento, lo llamó muy temprano una mañana, para avisarle que se preparara, porque iba a recibir de la embajada una invitación a un cóctel, ofrecido en honor a Victoria Ocampo, en el que conocería por fin al gran Stravinski. “Dejame de joder, tan temprano y haciendo chistes” le respondió al teléfono “quiero dormir” y cortó malhumorado. Pero el asunto no era chiste. Recibió enseguida la invitación y asistió al cóctel.
Allí, su amigo Albino arrastró del brazo a un simpático y conversador Stravinski, hasta ubicarlo frente a Piazzolla y le dijo: “Bueno, acá lo tenés”. Piazzolla perdió toda capacidad para la bravuconada y quedó frente a Igor pálido, temblando como una hoja. El silencio se hacía eterno y el bandoneonista no podía pronunciar frase alguna en ningún idioma. Albino Gómez volvió a empezar, introdujo de vuelta a los dos músicos y, esta vez, el resultado fue distinto. Piazzolla, con un hilo de voz, logró decirle: “maestro, yo soy su discípulo a la distancia”. Y salió huyendo de su presencia. Es que Piazzolla a La Consagración de la Primavera la llevaba tatuada, junto con el deseo de revuelta y el destino de hacer historia con su música. En eso, sin duda, siguió los pasos de Stravinski.