— ¿Cuántas películas van a ver?

—17.

— ¿Pero no te vas 5 días?

—Sí.

—Estás loca.

17 films, 5 días, 4 amigos y un festival que en su edición número 39, le tocó luchar por su supervivencia. Lo logró. Por más de enfrentarse a una gran pérdida de presupuesto, cambios en cargos directivos, protesta de directores del cine nacional, un catálogo acotado y hasta un festival cinematográfico paralelo; el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, no solo abrió las puertas de sus cuatro sedes del 21 de noviembre al 1 de diciembre, sino que logró mantener una cartelera llena de estrenos magistrales, experimentales, invitados de lujo —como Jason Reitman, Paz Vega y Pablo Hellman— y algunas funciones con entradas agotadas.

Butacas rojas. Palcos llenos. La luz empieza a menguar. El silencio es impoluto salvo por el crujir de manos buscando una papa frita o una galletita dentro de sus paquetes plásticos que se superponen al sorbido de un mate contrabandeado dentro de la sala. Pies que se mueven inquietos y un foco de luz que destaca a dos figuras sobre el escenario del Teatro Auditorium. Son Gabriel Lermanm, director artístico del evento y Jason Reitman, director de Saturday Night (cita con la que empieza mi festival el día viernes 22 de noviembre a las 9 de la mañana). Reitman presenta su trabajo como un caos coreografiado que nos llenará de intensidad. “Gracias por estar aquí tan temprano. No se preocupen, la película será una gran taza de café fuerte.”

Lo prometido es deuda. Salimos del cine extasiados, ansiosos, emocionados “si esto comienza así, no sé cómo llegaremos al último día”, comenta Agus, uno de los amigos que viajó conmigo. El sentimiento es compartido. 109 minutos de frenesí, en donde presenciamos cómo en 1975 un grupo de jóvenes freaks y visionarios se preparan para cambiar la televisión y comedia estadounidense. Un tras bambalinas desesperante que corre tras el avance de las agujas del reloj.

El Festival te lleva de viaje por diferentes países, entornos, situaciones socioeconómicas, culturales, familiares y contextos. De familias que se rompen a amigos cuya relación se vuelve infranqueable, se forman religiones, se rompen paradigmas, se refuerzan estereotipos, volvemos a la Segunda Guerra Mundial, ingresamos en mundos distópicos y otros que de tan conocidos nos vuelven a sorprender. Cuestionamientos sociales y maltrato, esperanza y deseo: todo junto en estos días maratónicos que nos absorben en cuerpo y mente.

Salimos de la primera proyección y volvemos abruptamente a una escena bien argenta. Es la instancia de preguntas y respuestas entre el público y director que se realiza en las mesitas plásticas de la cafetería del Auditorium. Reitman se encuentra sentado en una incómoda silla de madera sobre una pequeña tarima que apenas lo diferencia en altura del resto. Momento familiar y cercano, propio de un encuentro de amigos, una charla de bar. Los micrófonos casi no serían necesarios. Nos reímos mientras nos cuenta anécdotas del proceso de reconstrucción de una jornada histórica como fue la previa del estreno del mítico programa de televisión. Nos despedimos al rato agitando la mano en el aire. Mientras la gente se dispersa, corremos las nueva cuadras y media que nos separan del Paseo Aldrey, el cine que aloja nuestra próxima película.

— ¿Compramos medialunas o apuntamos por algo salado?

—Por mí con el mate estamos.

—No —se suma Ivan a la conversación—. Es la cuarta del día Cande, necesitamos algo más.

—Dura 3 horas, es iraní y recién termina 23:30 —afirma algo preocupado Agus.

El viento marítimo nos refresca mientras caminamos. Vamos cargados con un botín para todos los gustos. “Lo importante es mantenerse hidratados para no perder la concentración” nos recomendaron antes de venir. Así que tenemos agua, chocolate, gomitas ácidas y la idea de comprar un café antes de entrar. Revolución, agitación en las calles, violencia, música como eje a partir del cual progresa la acción. Una cultura que nos es lejana, mas su lucha no ajena. Los jóvenes iraníes toman las calles en pos de defender sus derechos. Las semejanzas aparecen sutilmente y nos van conquistando mientras la familia que protagoniza La semilla del fruto sagrado enloquece en un Irán tomado por la protesta.

El viento frío se tornó helado en nuestro regreso nocturno. El llegar y perderse en la admiración del cielo negro mientras reflexiones de las distintas películas que hemos visto en el día resbalan por nuestra cabeza, se convirtió en el plan ideal. Y cuando le sumamos picada y vino, ritual de festival; el único de clase A en América y uno de los 14 del mundo.

Esa noche se sumó el cuarto participante de nuestro “alocado” grupo. Uno que se dedicó a atravesar películas italianas, mexicanas, españolas, francesas, surcoreanas, israelíes, iraníes, argentinas, indias y estadounidenses. Cuyos días comenzaban alrededor de las 8 de la mañana y terminaban entre las 3 y 4 de la madrugada entre vinos, quesos y reflexiones que empezaban en lo que habíamos visto en nuestro repertorio del día y que podían terminar en cuestiones filosóficas y abstractas o súper mundanas.

No logramos pisar la playa hasta el sábado. En donde teníamos un recreo de tres horas y aprovechamos para caminar por la rambla 30 minutos hasta Churros Manolo y disfrutarlos con un mate frente al mar. Sentir todo ese aire frío nos preparaba para adentrarnos nuevamente en la oscuridad del cine y las intensas vivencias que proponían al sentarnos en sus butacas. Cuando nos tocaba la sala 3 todo era aún mejor, ya que esta contaba de asientos Premium haciendo de la experiencia una inmejorable.

En nuestra selección de películas —realizada por uno de mis compañeros de viaje que estudia cine—, predominó involuntariamente la crítica a la sociedad, por momentos de forma alevosa y por otras simplemente era el paisaje que enmarcaba los sucesos, ya sea por su organización, su forma de funcionar, sus injusticias, su falta de recursos, su falta de empatía o su vorágine extrema. La cocina, coproducida por México y Estados Unidos, ganadora de la Primera mención especial largometraje en la Competencia Latinoamericana, fue una de nuestras preferidas ya que encarna muchos de estas realidades. En blanco y negro se nos sumerge en el acelerado mundo de una cocina de Manhattan repleta de inmigrantes, gritos, disturbios, peleas y meros intentos por sobrevivir. “Tributo tragicómico a las personas invisibles que mantienen nuestros restaurantes en funcionamiento, mientras persiguen el sueño americano”, afirmó su director y guionista Alonso Ruizpalacios.

¿Nos gustaron todas las películas que vimos en este frenesí de días? No. ¿Coincidimos siempre en el puntaje que le dábamos en nuestro propio ranking? Tampoco. Hubo aciertos, molestias, largometrajes experimentales interesantes y películas más comerciales aburridas. Descubrí que son este tipo de producciones —las que no te dan lo que esperás de una— las que te permiten apreciar otras cosas. Que la trama no siempre se nos presenta como estamos acostumbrados, que las decisiones estéticas condicionan la experiencia de los espectadores, que la elección de planos nos empequeñecen o enaltecen, que el juego del color resalta diferentes aspectos así como la exposición, que entender o no el idioma en el que se habla ayuda a permanecer despierto o colabora a perder el hilo, que la guerra sigue siendo un tópico que convoca, que el público puede politizarse y que resultan muy enroqecedoras las charlas con los directores una vez terminada la proyección.

Cinco días de películas, de correr entre cines, comer porquerías porque no había tiempo para otra cosa, tomar mucho café, mate y vino, reír, analizar y repensar nuestra cultura en “este resumen de la patria que es la ciudad de Mar del Plata”, como bien aclamaba uno de los spots publicitario de antiguas ediciones de este evento cinematográfico que se proyectaba antes de cada película.