Los pies han sido hechos para andar. Los cuerpos, para estar juntos. El confinamiento del 2020 nos lo hizo entender con pesar, por la contraria, a través del exceso de soledad y la quietud impuesta. "Me encantaría que gustes de mí", es una de las tantas obras de teatro que fueron pensadas, escritas y ensayadas durante ese confinamiento. Atravesó desde el principio la soledad del encierro. Y no en vano -como varias de las obras estrenadas en los últimos tiempos- es un unipersonal.
Esta es la primera obra que dirige Luciana Mastromauro, quien se conoce y trabaja con la actriz Sol Fernández López desde hace muchos años, cuando ambas eran parte de la compañía de teatro Escalada, junto a Alberto Ajaka. En el 2019, Luciana fue convocada a participar del ciclo Enredaderas, en la librería La Libre, en el que la propuesta era unir los textos de una autora con el trabajo de tres directoras de teatro, en breves piezas performáticas de 15 minutos.
Fue en la preparación del trabajo para ese ciclo que Luciana y Sol llegaron a los textos de Fernanda Laguna. Las dos quedaron hechizadas. “Fernanda nos encantó” dice Sol con voz cantarina, que siguió junto a Luciana leyendo y leyendo la obra de Fernanda, mientras urdían el plan de una pieza más extensa, basada en sus textos, a estrenar el 2020.
Pero entonces llegó la Pandemia y amenazó con acabar los planes. No sucedió. Por el contrario, la soledad, que crecía en el encierro de los departamentos, se fue transformando en el personaje central de la obra, alimentada más y más por los textos de Fernanda. La nouvelle “Durazno reverderciente” -que pertenece al libro "Me encantaría que gustes de mí", título que le da nombre a obra, publicado por la editorial Mansalva en 2006- es el texto elegido por la directora y la actriz para poner en escena.
Sol Fernández López cuenta cómo el personaje -sus palabras, sus modos de decir- crecieron primero en su cabeza y en su voz. Era esa manera ácida y divertida hablar, esa forma rara de narrar todo en un presente constante lo que las atrajo del texto. Y la posibilidad de sostener en escena un cuerpo que acciona al mismo tiempo que declara con la voz eso que acciona, lo que se presentaba como desafío. Era lo que el texto desbordaba, pidiendo ser encarnado. Y las palabras se hicieron carne finalmente en los ensayos, esos ensayos solitarios del confinamiento. Mediando vía zoom, a través de la pantalla, el texto unía en el trabajo a Sol y a Luciana, que se preparaban para lanzar este unipersonal, cuando la tormenta de la peste despejara.
Dos años después, en 2022, por fin podemos acercarnos al escenario del Teatro Beckett para ver, encarnado y reverdeciendo, el personaje imaginado una vez por Fernanda Laguna y reinventado de vuelta, en cuerpo y movimiento, por la imaginación y el juego de Luciana y Sol: una profesora de literatura que, encerrada casi todo el tiempo en su pequeño y solitario departamento, vuela con la imaginación -avivada como un fuego- a través de vínculos diversos y tramas enroscadas que, como las olas del mar, la devuelven a su encierro solitario.
La escenografía, simple pero altamente simbólica, es la puerta cerrada del interior de ese departamento que ella habita. Una puerta simulada que, por las condiciones materiales de encierro en que se forjó la obra, coincide con la puerta del propio departamento de Sol, con la que ensayaba mientras Luciana la dirigía, a través de la pantalla de zoom.
En el escenario, la luz y el sonido son la única compañía. Marcan también un ritmo, un compás, un devenir de la acción, un transitar por los espacios otros, que se sobreimprimen a la escenografía. No es esa puerta -casi portal cósmico de la escena- lo único que se arrastra de las condiciones en que el unipersonal fue creado y ensayado. Durante la acción, el cuerpo de la actriz se deshace en gestos de detalle, como en planos-detalle cinematográficos. Pasa de las posiciones más estáticas a los movimientos más convulsos, desesperados. Sostiene siempre a su personaje con humor y con ternura.
Si preguntamos por la intimidad de aquellos ensayos virtuales, nos enteramos de que la cámara, que mediaba entre ambas mujeres, no fue una cuestión menor. Las grabaciones del zoom permitieron ampliar, repetir, recortar y reconfigurar cada gesto, cada movimiento, de manera pormenorizada. Y ese trabajo se reconoce en la escena: en la multiplicación de los espacios a partir de elementos mínimos, en cierta fragmentación, disociación, cierto descuajeringue del cuerpo del personaje, que se incendia por salir, de una vez por todas, del lugar al que siempre termina devuelto.
El final nos guarda un brote de poesía -un botón, una yema, un cogollito- que se agita en los tacos, que se aprieta en el cinto del gabán, hasta hacer de nuestra profesora, nuestra heroína, esa Humphrey Bogart sin avión y sin París, reverdeciendo en la voz que se abre espacio, agridulce, como la pulpa fresca de un durazno.