Este viernes 24 se conmemora el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, un buen momento para recordar cuáles fueron los roles y características del cine argentino durante la última dictadura militar. Hablamos en plural, porque la cinematografía nacional del período 1976-1983 estuvo lejos de ser homogénea, a pesar de que los integrantes del Proceso de Reorganización Nacional intentaron controlar toda la producción cultural. De ahí que, al hacer un breve repaso, podemos darnos cuenta de que la batalla política también se trasladó a la pantalla grande.
Para poder pensar las tensiones evidenciadas por el cine argentino durante el Proceso, hay que tener en cuenta aunque algunos eventos ocurridos en los años previos. Es que ya durante la década del sesenta comenzó a surgir en América Latina un cine que buscaba romper con diversas tradiciones, con el compromiso político como bandera. La meta era denunciar los sistemas opresivos, además de sacudir al espectador. En la Argentina aparecieron exponentes como Fernando Birri, cuyo mediometraje "Tire dié" (1958) -que mostraba la realidad de los niños pobres que corrían al costado de los trenes- es para muchos expertos, el primer film político de Latinoamérica.
Más tarde, en pleno gobierno militar encabezado por Juan Carlos Onganía (1966-1970), Fernando Solanas y Octavio Getino realizaron "La hora de los hornos", un ensayo político-cinematográfico de cuatro horas y media con material de diversas fuentes. Era un relato monumental, dividido en tres partes, que indagaba en la historia de dependencia de la Argentina, el activismo y las posibilidades de lo que podría ser un proceso revolucionario para erradicar las estructuras capitalistas y el neocolonialismo.
Luego, Solanas y Getino, junto a Gerardo Vallejos, fundaron el "Grupo Cine de Liberación", que promovía un cine-guerrilla o un cine-acto, para así transformar el vínculo entre las películas y los espectadores. En paralelo, mientras se recalentaba la situación política a principios de los setenta, se fundó el "Grupo Cine de Base", liderado por Raymundo Gleyzer, quien dirigió "Los traidores" (1973), un film ficcional que a la vez función como documental sobre la burocracia sindical.
Además, vale tener en cuenta que durante la llamada "primavera camporista" (1973), se exhibieron por fuera de la clandestinidad films como "La hora de los hornos" y "Operación Masacre" (Jorge Cedrón, 1972). Incluso el cine comercial entró en una fase militante, con películas como "La Patagonia rebelde" y "Quebracho" (ambos de 1974).
Había un caldo de cultivo para una gran movilización político-artística, pero este no fue de la forma esperada. Es que, a partir del golpe de 1976, Getino, Solanas, Vallejos y Cedrón tuvieron que exiliarse en el exterior, mientras que Gleyzer fue secuestrado y al día de hoy continúa desaparecido. El Proceso de Reorganización Nacional rápidamente dejaba en claro que no iba a tolerar ningún tipo de revolución o rebelión, y lo hacía de la forma más sangrienta posible.
Las Fuerzas Armadas se mostraron interesadas en fomentar la producción de películas que mejoraran su imagen y que funcionaran como barrera ante las descalificaciones que venían del exterior. Para eso, los films fueron cuidadosamente elegidos y apoyados a través del Instituto Nacional de Cine (INC), mientras que el Ente de Calificación Cinematográfica (comandado por Miguel Paulino Tato) se encargó de la tarea del disciplinamiento.
Así aparecieron películas como "Dos locos del aire" (1976), "Brigada en acción" (1977) -ambas dirigidas por "Palito" Ortega- o "La aventura explosiva" (Orestes Trucco, 1977). En todas ellas eran representadas alguna de las Fuerzas Armadas y subyacían en sus relatos una noción de enfrentamiento, un “enemigo” al cual había que exterminar. Asimismo, en películas como "Y mañana serán hombres" o "Desde el abismo" se intuía la figura casi quirúrgica del país como un cuerpo enfermo, al cual había que curar.
La dictadura mostraba en el cine una vocación por perseguir y exterminar al distinto y señalarlo como "enfermo", mientras se proponían curas drásticas. Esto iba a la par de una producción donde prevalecían comedias que buscaban enaltecer los valores de instituciones como la Familia y la Iglesia, que se retroalimentaban con concepciones inamovibles de lo que debían ser el Trabajo y el Orden.
Pero la cumbre de la autocelebración explícita fue "La fiesta de todos" (Sergio Renán, 1979), film que rememoraba el campeonato mundial de fútbol y el triunfo de la Selección Nacional, un suceso que era tomado como un éxito indiscutible de la sociedad y del gobierno encabezado por Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Agosti. Era la culminación de un festejo que no admitía faltazos, protestas o discusiones, donde no había otra alternativa más que el aplauso y el elogio desmedido, un disfraz perfecto para el horror que ocurría.
Pero también había un cine que se las arreglaba para eludir la censura y denunciaba la situación de represión que se vivía en la Argentina mediante diversas metáforas narrativas y estéticas. Ahí tenemos "Los muchachos de antes no usaban arsénico", una comedia negra que desde su argumento y puesta en escena hablaba de la atmósfera de enfrentamiento constante de la época. También "Crecer de golpe", basada en un libro de Haroldo Conti, "La isla" y "Los miedos" que exploraban cuestiones como el encierro, la opresión y la paranoia.
Sin embargo el que fue más lejos en su retrato subterráneo fue Adolfo Aristarian, con su llamada “trilogía policial”. "La parte del león" (1978) hacía hincapié en la doble moral que imperaba en la sociedad y como las líneas entre lo legal e ilegal podían ser fácilmente traspasadas. "Tiempo de revancha" (1981) se adentraba en las relaciones obscenas entre el Estado policial y los agentes empresariales y finalmente, "Últimos días de la víctima" (1982) anunciaba el ocaso de la dictadura, mostrando cómo sus formas de funcionamiento eran también el germen de su autodestrucción.
Ya durante la decadencia del gobierno militar, en particular a partir de la debacle que implicó la derrota en la Guerra de Malvinas, el cine argentino empezó a explicitar su crítica al régimen y a procurar exhibir sus grietas. En 1982, inspirados en la exitosa experiencia de Teatro Abierto, apareció Cine Abierto, cuya modalidad de trabajo consistía en exhibir películas que habían sido prohibidas durante mucho tiempo, además de promover debates alrededor de la producción y la recepción.
Con la vuelta de la democracia y la llegada de Raúl Alfonsín a la presidencia, el panorama cambiaría drásticamente. Llegaría el momento de explicitar los traumas y buscar nuevas formas de expresión histórica-política. Pero esa ya es otra Historia.