"Don't look up" (no mires arriba) es una de las películas más esperadas y criticadas del último año. Dirigida y escrita por Adam McKay, parece tener todos los ingredientes para crear la receta perfecta, un proyecto taquillero y exitoso. Sin embargo desde su estreno divide opiniones y plantea fuertes debates. ¿Estamos frente al próximo ganador del Oscar o un fenómeno pasajero?
El desparpajo y la potencia inútil con las que el director Adam McKay intenta divertirnos en su última película son sorprendentes. ‘No mires arriba’ es una sátira distópica que viene a sacudirnos de nuestros cansancios cotidianos con cierta vocación aleccionadora y a revitalizar un catálogo de Netflix últimamente repetitivo y bastante pobre en sus propuestas. Pero, ¿lo logra?
Lo primero que llama la atención de este film alegórico es su elenco super-estelar. Se abre el relato con dos personajes bien frescos: Kate Dibiasky (Jennifer Lawrence) encarna a una joven doctoranda en astronomía, le siguen el Dr. Randall Mindy (Leonardo Di Caprio) como su profesor supervisor y luego, como si no fuera suficiente, aparece Janie Orlean (Meryl Streep) como presidente de los Estados Unidos. Ariana Grande, Timothée Chalamet, Cate Blanchett y Ron Perlman darán más tarde el golpe de gracia. Así, quedamos todos invitados a encontrar una celebridad de nuestro agrado para recibir ya seducidos y desprevenidos el plato fuerte que no tarda en llegar.
El tema del film es tan estelar como su elenco: el planeta Tierra va a ser impactado por un cometa de 9 kilometros de largo, la comunidad científica lo detecta y llegan a tiempo a informarle a las autoridades para que efectúen un plan de acción que evite el colapso inminente. Es en ese movimiento donde el director nos detiene y nos obliga a mirar atentos. Y lo que vemos inmediatamente es un circo, un sin fin de situaciones donde lo absurdo alcanza el paroxismo.
El diccionario nos propone pensar la sátira como una crítica aguda a las costumbres o vicios. Como discurso artístico-político lo hace casi siempre con una intención moralizadora, y son lo lúdico y lo burlesco los medios de expresión preferidos del género. Pero, ¿a quiénes dispara exactamente este guión tan ácido y bien logrado?
Las resonancias con la crisis global producida por el COVID-19 son evidentes. Otros tantos vieron en el film un reflejo de la crisis climática, y deberíamos incluir también a los que creen que lo que sucede tiene potencialidad concreta en el abanico de posibilidades.
Lo cierto es que como todo símbolo, esta ahí con una misión narrativa especial, aglutinando verdades difíciles de expresar y digerir de otra manera. Adam McKay se une a una larga cadena de cineastas que últimamente exploran lo apocalíptico y lo distópico y que nos invitan a reflexionar sobre nuestro presente, a escuchar el ritmo de nuestros latidos y la contundencia de nuestros pasos.
Hay algo muy íntimo en esta exposición audiovisual de pecados colectivos a la que asistimos y, si hay una invocación directa y efectiva al humor, funciona como un mecanismo natural de acceso reflexivo a aquellas regiones que de otra manera nos resultarían desagradables o muy dolorosas de explorar.
La condición humana en general y los síntomas patológicos más contemporáneos se dan cita en este film con figuras muy variadas: narcóticos en la esfera política, científicos seducidos por la fama, escándalos por exposición de material erótico de personajes públicos, célebres corazones rotos orquestados para la cámara pero, sobre todo, mucho énfasis en la idea de status social.
Se nos muestran sujetos que corren agotados en pos de mejorar sus degradadas imágenes ante la mirada del Otro. Ocurra esto en la forma de éxito laboral, fama o como consumo hedonista y auto-indulgente: nadie es inmune a los encantos de la sociedad del espectáculo. La lógica del ‘absolute winner’, del exitoso, del que accede a los lugares de prestigio y alardea de sus privilegios, haciendo de su vida un espectáculo para el consumo cansado de los que están por fuera, no habla de otra cosa que de una desigualdad rampante y globalizada que el director no se contiene en denunciar.
Sin embargo, esta película no logra conmover ni proponer soluciones, solo agudiza el estado angustiante de las cosas. Y aunque la banda sonora, la fotografía y el elenco son prometedores, algo acaba faltando en el guión que no termina de aclarar el sentido del título, ni las relaciones precipitadas entre sus personajes.
Si en seis meses llegara el fin del mundo estaríamos tan distraídos, cansados de participar en la competencia por el status, con tanta febrilidad por seguir corriendo, comiendo, atemorizados y ansiosos, que probablemente olvidaríamos las bases políticas que sostienen nuestra cultura. Olvidaríamos los mecanismos de participación ciudadana, nuestra responsabilidad para con los líderes que elegimos, el privilegio de vivir por un tiempo y perpetuarnos en este oasis flotante en medio de la nada.