Un relato en primera persona de una Licenciada y Profesora en Letras que, contra todos sus preconceptos, debutó recorriendo los laberínticos pabellones del mayor evento literario de la agenda cultural argentina.
“¿Cómo que nunca fuiste a la Feria del Libro?” “¿Cómo que sos Licenciada en Letras y no conocés la Feria del Libro?”. En las caras de la gente se mezclan la sorpresa y el reproche. Me juzgan, lo sé. Yo reafirmo, rebelde, mi batalla contra el sistema: nunca fui y no me interesa. Tiembla la industria editorial, porque mi relación con la literatura no se reduce a dos semanas al año. Pero hoy, finalmente, tengo el sábado libre y un objetivo: escribir una crónica de mi experiencia en la Rural. Estoy entusiasmada.
Dejó de llover y parece que va a salir el sol. Llevo zapatillas, mochila, un abrigo liviano. ¿Necesitaré campera? ¿Hará calor o frío? ¿Cargué la SUBE? Me preparo como si me fuera de campamento, como si estuviera por ingresar a un territorio repleto de imprevistos y peligros.
Son las 15.30. El subte viene cada 7 minutos, lleno como lunes en hora pico. ¿Toda esta gente irá a la Feria? Salgo en Plaza Italia bajo un cielo gris, oscuro como mi porvenir. Llovizna. Esquivo a la gente que cruza lentamente, sin ningún interés en acelerar el paso para no mojarse. Gente pro-lluvia, en comunión con la naturaleza. No es mi caso.
En la entrada, una amable Cancerbera me pide que le muestre el mail de preacreditación de prensa. Enseguida me deja pasar por el molinete y ya estoy adentro, ya soy Dante ingresando en el primer círculo del infierno. Casi puedo sentir como empiezo a transformarme en una Licenciada en Letras que sí conoce la Feria del Libro.
Paso a buscar mi credencial, saco la foto de rigor para Instagram. Frívolos somos todos. La Rural es enorme, parece haber poca gente todavía. Encuentro el diario de la Feria. “No tengo a Virgilio pero tengo un mapa”, pienso. Lamentablemente, el mapa no se entiende o yo no entiendo los mapas. Seguiré mi intuición. Si me voy a perder, que sea entre miles de libros.
Los pasillos son anchos, me sorprende no encontrar multitudes y aglomeración. Decido dar un primer recorrido de reconocimiento. Estoy en el Pabellón Ocre, el primero al acceder desde Plaza Italia. Hay puestos de varias provincias y de clubes de fútbol. También una exposición de la Editorial Clase Turista sobre "Literatura y Videojuegos". Además, están la muestra fotográfica “Universos Literarios” y el espacio de diversidad sexual y cultura “Orgullo y Prejuicio”, muy concurrido, con libros especializados y una programación de charlas y mesas redondas.
Cruzo por una especie de túnel a los otros pabellones. Tengo la sensación de que hay más gente en las grandes cadenas de librerías y los grandes grupos editoriales. Debe ser una alucinación producto del olor a tinta del diario. ¿O acaso este círculo del infierno está lleno de almas en pena condenadas a pagar una entrada para ir a los mismos lugares de siempre?
Otro sector muy concurrido es el de las librerías “de saldos”. Una se destaca por sus poco estéticos pero funcionales carteles amarillos con letras negras. Un libro por $ 100, cuatro por $ 300. No hay novedades editoriales, nada que cualquier lector curioso no pueda encontrar por la calle Corrientes. Clásicos, policiales, novelas románticas de dudosa calidad, tal vez algún tesoro escondido. Pienso en una clase media que intenta sostener su acceso a ciertos bienes culturales a pesar de la crisis. “¡Ahí está!”, pienso. “Es fin de mes, por eso no hay tanta gente como imaginaba”.
Sigo caminando. Quiero comprar algunos libros pero el exceso de oferta me abruma. Cada elección implica cientos, miles de libros rechazados y abandonados con crueldad. Estoy dentro del Aleph y me piden que me lleve un pedacito. ¿Cuál? Paso por el stand de Barcelona, la ciudad invitada. Es grande y hermoso. Hay ejemplares en español y muchos en catalán. También charlas, firmas de libros y postales para llevar. Elijo una con esta frase de Jordi Sierra i Fabra: “Leer me salvó la vida. Escribir le dio un sentido”.
Soy una intelectual y debo comportarme como tal, así que busco los puestos de las editoriales “prestigiosas”, universitarias. Hay mucho Galeano, Foucault, hasta una especie de biografía de Saussure que me hace ojitos. Política, historia, filosofía, feminismo. Un libro que se llama El sueño de vivir sin trabajar llama mi atención y le saco una foto. No lo voy a comprar y por eso no podré alcanzar mi sueño. Seguro que en otro puesto habrá algún libro que explique semejante autoboicot.
Me pregunto cuánto de verdad hay en el mito de que la gente roba libros en la Feria. Siento que los vendedores me miran con desconfianza porque llevo la mochila hacia adelante. Yo llevo la mochila hacia adelante porque soy desconfiada. Es un conflicto sin solución. A pesar de eso, me dejan revisar, leer, no interrumpen con el típico “¿Te puedo ayudar en algo?” ni me persiguen respirándome en la nuca.
Son las 6 de la tarde. He descubierto que hoy es “La Noche de la Feria” y que a partir de las 20 la entrada es gratuita, así que deberé quedarme para apreciarla en toda su magnitud. Necesito un café y algo de comida. Hay poco lugar donde sentarse, así que tomo mi cortado mientras paseo fuera de los pabellones, cerca del tráiler de la Defensoría del Público con sus estudios ambulantes de radio y televisión. Estoy cansada y tengo frío. Voy al baño. Uno no conoce realmente los lugares si no conoce el baño. Por desgracia, tengo un olfato bastante delicado. Por suerte, tengo mucho alcohol en gel en la mochila.
Mientras camino por el pabellón amarillo, anhelando una campera y un banquito donde descansar, descubro una lectura de poesía en el espacio "Zona Futuro”. Me siento en el suelo junto a los demás. El contraste con el bullicio de afuera acrecienta la sensación de refugio, de rinconcito cálido. Desde que llegué a la Rural, es cuando más cerca me siento de la literatura. Me quedo alrededor de una hora.
Veo a algunos escritores firmando libros. No me acerco porque no soy cholula. En cierto punto, empiezo a pasar una y otra vez por los mismos stands. Temo quedarme atrapada para siempre: perdida sin hilo en un laberinto editorial, un alma en pena más caminando eternamente en círculos.
Al fin, encuentro sectores que no había recorrido. En el Pabellón Amarillo, la Zona Explora, con actividades de divulgación científica y partidas abiertas de ajedrez. Allí también está la Zona Infantil: hay cuentacuentos, juegos y talleres. Paso por puestos de cómics, bastante concurridos. Descubro una editorial especializada en espiritismo y el espacio de CTERA, con libros y actividades para visibilizar la situación docente. Me detengo en algunos sellos independientes, donde encuentro libros de autores que aún no he podido leer. De nuevo: la oferta es tanta que agobia un poco. Imagino mi pobre tarjeta de crédito, atemorizada, intentando esconderse en un compartimiento de la billetera.
Ya son más de las 20 y se nota. Empieza a llegar más gente. No es una avalancha, pero es suficiente como para que comience a planear mi retirada. Las multitudes me inspiran respeto. Creí que iba a regresar llena de bolsas y catálogos, pero no es así. Afuera del pabellón, una gran cantidad de personas escucha el concierto de la catalana Silvia Pérez Cruz.
Frente a la Rural, algunos de los puestos de libros de Plaza Italia están abiertos y vacíos. Más allá de eso, se parecen bastante a los puestos de adentro. A mí me duelen las piernas pero ahora sí, por fin, conozco la Feria del Libro. Pasaré el resto de mi vida sin ser juzgada por mi desfachatez. Debo confesar que no fue una experiencia tan terrible. De hecho, cuando llegue a casa, voy a revisar el cronograma de charlas y actividades. Intuyo que tal vez vaya un par de veces más: tengo una credencial de prensa y la pienso aprovechar.