¿Qué es “Lo que se pierde se tiene para siempre”? ¿Es poesía transmutada en teatro? En realidad, su basamento textual son cuentos de los libros “Los árboles caídos también son el bosque” y “El sol mueve la sombra de las cosas quietas” de la escritora Alejandra Kamiya. Es una obra con todos los ejes formales que la ley manda: actores, dramaturgia, diseño de vestuario, escenografía, iluminación, fotografía, música, coreografía, etc. Entonces, ¿Qué es lo que nos hace vivir una experiencia diferente? A modo de acertijo o hipótesis: un guión poético. No hay discursos grandilocuentes. Son mesurados, más bien escuetos, y en esa brevedad, su potencia.

“Esta corteza hace tiempo que no está en el árbol, pero va a existir por siempre. Igual que tu hermano”

“Mucho gusto Teresa, ¿Cuál es el drama de tu vida?”

“Las ovejas bailan asustadas. Uno imagina a las ovejas livianas y muy blancas, como nubes”

“Este libro, La casa redonda, resaltaba en la biblioteca porque no tenía lomo, y se le veían las costuras

como si fueran vísceras”

“Había dejado de arrastrar la mirada y empezaba a hacerla trepar por las cosas de nuevo (…) como la enredadera que había en el patio de casa”

Es una historia de amor, la historia de una familia que se cuenta a partir de una foto inaugural incompleta. Un drama contundente pero con un humor que envuelve, cobija del horror, de la decadencia y que también celebra la sorpresa. La belleza que puede florecer en lo aparentemente mustio, en lo que siempre estuvo allí, tal vez olvidado, callado. Y revive.

Los personajes son cuatro y no existen los pronombres personales, no hay un “mi madre” es “Madre”, que amasa, “Padre”, que es ebanista, “Hija”, que trabaja en una agencia de publicidad. Y Teresa, la cuidadora, a quien “Hija” le cuenta y nos cuenta “Lo que se pierde se tiene para siempre”, hilvanando una voz que es el parlamento del personaje sumado a una especie de narración omnisciente, con mirada al frente.

La obra sobrevuela también, dentro de las posibles y múltiples lecturas que permite, ciertos lugares comunes: la de la niña señalada por tener padres separados, la que renuncia a conformar su propia familia para velar por el bienestar de sus padres longevos, el estigma de las mucamas y cuidadoras chorras, la madre Penélope que espera no a su hombre amado sino a su hijo amado, la de los afectos encarnados en comida y otras yerbas: mermeladas, salsas, escabeches, plancha para arreglar, ropa para coser. Un tráfico incesante de amor travestido.

Las actuaciones de Sofía Gala y Marita Ballesteros engalanan -término vetusto- el paseo por una historia que enhebra el presente con el pasado en un perfecto flashback teatral con picos dramáticos sin golpes bajos. Hay “cosas” densas, tristes, que no son nombradas. Las actuaciones las visibilizan, le dan existencia: “Eso que no tiene nombre, existe”, reza uno de los cuentos de Alejandra Kamiya (Los nombres). Esa frase se corporiza en la obra, en los silencios, en los olvidos supuestos y reales.

La dirección está a cargo de Anahí Berneri, quien regresa a las tablas luego de demostrar su destreza en el cine. ¡Bienvenida! El público agradecerá la belleza lograda en esta transposición de lenguajes. Se disfruta el equilibrio entre lo sutil casi etéreo y la contundencia y ferocidad de ciertos hechos.

¿Reminiscencias de la cultura japonesa? Una mención aparte lo requiere la escenografía. Una especie de gran LEGO o Rasti gigante que articula la historia brindando una versatilidad estructural que refuerza la poesía de la puesta en escena. El mobiliario acompaña el hacer y el transcurrir en el tiempo de los personajes, mesas simples, sillas, cajonera y tres módulos al fondo que mutarán en cocina, taller de carpintería, ataúd y hasta el simbólico camino de exactamente ocho cuadras que recorrerá a diario “Hija”, la distancia que separa y une las casas de sus progenitores.

“Es una idiotez sonreírle a la cámara”, dice “Padre” y “Ahora el álbum está completo” dice “Hija”.

Mirada a cámara de los cuatro. Foto. Fin de la obra en Dumont 4040.