Los cambios sociales y culturales producidos en Europa luego de la primera guerra mundial impactaron en el mundo de la moda occidental. En esta nota se presentan estos cambios a partir de un conjunto de trajes de baño femeninos y masculinos procedentes de Buenos Aires y Estados Unidos. Los mismos también pueden verse en la sala de indumentaria de la Casa Fernández Blanco.
El 28 de junio de 1914, un hecho aparentemente aislado como el asesinato del heredero al trono austrohúngaro disparó una red de alianzas, desencadenando la Gran Guerra que arrastraría a Europa, África, China, el Pacífico, Medio Oriente y América. Fue el fin de un largo sueño idealizado y el brusco despertar a la cruda realidad. Mientras los hombres pelearon en el frente, muchas mujeres, sin distinción, se vieron obligadas a sumarse a las que ya lo hacían por necesidad, cubriendo los espacios de trabajo de sus padres, maridos e hijos.
La moda respondió a esta nueva situación de mujeres activas en todo tipo de tareas, aún las más duras y exigentes. Paul Poiret las redimió de su peor tortura, el corset. Isadora Duncan enseñó a bailar libre y semidesnuda y los Ballets Russes de Diaghilev desarrollaron un nuevo lenguaje con el cuerpo. Coco Chanel y Madeleine Vionnet diseñaron trajes sencillos, prácticos, con el talle a la cadera, acortando las faldas de mujeres audaces que fumaban, manejaban autos, practicaban deportes y ahuyentaban la tuberculosis tomando baños de sol.
A la fuerza, los bañadores se redujeron a un pantalón corto y una camiseta sin mangas o una sola pieza como los norteamericanos Jatzen, tejidos en lanilla, más reveladores cuanto más mojados y con escasas diferencias de género. Y, si algo le faltaba a la mujer por equiparar al hombre, comenzaron a luchar por el voto y para 1925, todas cortaron sus melenas a la Garçonne.