William Shakespeare, quien en tiempos de la reina Isabel gozaba de la inmunidad real, al cambiar la política inglesa y asumir el sumo poder Jacobo I, es acusado de tramar una conspiración fraguada en una de sus obras y obligado a comparecer frente a la corte a riesgo de ser condenado a la pena capital bajo el cargo de traición a la patria.
Desarmado y compelido a rendir cuentas ante el rey y su temible tribunal, Shakespeare invoca a las palabras con sensible precisión. Su alegato no abre la posibilidad del diálogo, por el contrario, es un monólogo que excede la voluntad de modificar la probable condena que truncaría su vida, sus palabras funcionan como un azote moral y a la vez, una genealogía de su propia condición de poeta y dramaturgo en un mundo condenado a la estupidez y la vulgaridad.
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