Fotografía es experiencia capturada, dice Susan Sontag. Con fuerza admonitoria, Jacques Bedel invita al espectador a gravitar “La Tempestad” y a compartir así su experiencia: la irreductible certeza de “haber estado allí”.
Espíritu inasible e irascible del aire, pero también representante de la sabiduría y el coraje, Bedel nos muestra a un tiempo su desnudez y su grandeza. Sería vano describir la belleza de las obras y describirlas con palabras (o para qué serviría, entonces, la presencia del arte sino para volver tolerable nuestra intolerable mortalidad).
En este ejercicio plano que alguien podría juzgar no erudito, el artista trasciende el inminente caos y la amenaza de sus ominosas nubes para volver, en cierto modo, a su estirpe primera de escultor. Casi un oxímoron, es cierto, cuando escultura supondría por definición materia tridimensional y cuando, lo que el artista crea, nace precisamente de la inmaterialidad misma de la luz o más bien de la sombra etérea que esa luz proyecta. ¿Pero acaso no crea volúmenes y conforma espacios aún cuando el material pareciera desvanecerse?
Tempestad de tempestades todo es tempestad.