Diego Ibáñez pinta la pintura, otorgándole a las cosas mismas su condición de realidad pintada. Sus paisajes, sus habitantes, sus animales, conejos, calaveras, lobos, panteras…, y ¡los árboles…! los árboles desnudos, simulando su despojo el abrigo común. Y el claro del bosque…, allí donde el filósofo ubicó nuestra condición de arrojados, nuestro originario y frágil estado de abierto. Diego Ibáñez va ahí a buscar su pertenencia, la nuestra misma; y si decimos pertenencia decimos no tanto comunión, mera reunión, sino apropiación con diferencia, ya que de lo contrario no se entendería por qué si algo meramente es, no tendríamos ya mismo por qué no pertenecer. Nos interna entonces ahí con su trazo, su mancha, su color…, tenebroso por momentos, bucólico en otros, pero siempre luminoso; sus sonoros verdes violáceos, sus rojizos, violetas, rosas, amarillos, ocres-amarillos… refulgen lo oscuro, la cerrazón de la noche. Su pintura no se distrae, no distrae nuestra mirada con requerimientos escenográficos; va en busca de su propio espacio, de esa otra escena que no necesita de recursos ilusorio-visuales, sino que se realiza a partir de la materia directa y la presencia no representativa del color. Su vibración, su timbre e intensidad no procede de amplios planos y violentos contrastes, tampoco del pasaje gradual o del difuminado envolvente; es la mancha y su trazo entrecortado el que nos ofrece sus sensibles gamas y matices, sumergiéndonos en una atemporalidad que no escapa a nuestra época, en la que los personajes habitan, no sabiéndose a ciencia cierta si viven su vida o fueron expulsados de ella (Germán Gárgano)
Artistas: diego ibañez //