Cuatro artistas de la galería: Carlos Arnaiz, Kirin, Fidel Sclavo y Eduardo Stupía han realizado trabajos sobre papel, dentro del estilo y modalidad de cada uno, que entablan un diálogo con la obra de Sarah Grilo. Son realizaciones escriturales, en consonancia con las creaciones de Grilo, auténticas cartas de admiración y homenaje.
Desde su llegada a Nueva York, donde se instala con su marido, José Antonio Fernández-Muro en el año 1962, Sarah Grilo cambia radicalmente su imagen pictórica. Hasta entonces su obra está impregnada por una geometría muy austera en su lineamiento formal pero muy rico y variado en su cromatismo osado, por momentos rico y exuberante. Esta tensión entre el rigor formal y la fantasía lúdica y musical de su paleta signará sus cuadros de la década del cincuenta. Desde el principio, la obra de Sarah Grilo es sumamente personal y es difícil vincularla a una escuela o a un artista en particular.
Pero la ciudad de Nueva York ejerce una notable influencia en su manera de concebir la pintura. De la interioridad poética -extremadamente subjetiva- de su obra hasta ese momento, pasa a atender y registrar muy fuertemente el mundo que la rodea. La ciudad, sus calles, los muros escritos, esgrafiados, las luces, el frenesí neoyorkino la deslumbran por completo. “Desde el principio, Nueva York me fascinó. Caminaba todo el día, deslumbrada. Registraba todo lo que veía. Iba pintando mentalmente (sic) mi recorrido por Manhattan y al final del día, de regreso en el estudio pintaba lo que había visto”. Esta simultaneidad de formas vagamente arquitectónicas, de carteles callejeros, de energía urbana, transmutada en línea y color, son los elementos que componen sus cuadros y sus dibujos de esos años. Esas fueron sus imágenes, desde entonces y hasta el final de su vida. La ciudad escrita, los carteles publicitarios y los graffiti fascinaban a Sarah Grilo.